Las noticias de la llegada de Jesús se difundieron rápidamente por el pueblo. No es que hubiera estado fuera del pueblo demasiado tiempo. Por casi 30 años había sido simplemente uno de los vecinos en Nazaret. Hacía menos de dos años que guardó sus herramientas, se despidió de María, su mamá, y emprendió una extraña misión.
Habían llegado informes del Río Jordán, de Jerusalén, la capital, y de otros pueblos y aldeas en Galilea. Jesús se había dedicado a realizar actos misteriosos. En Nazaret, frecuentemente al lado del pozo de la ciudad o en el mercado, los hombres y mujeres discutían los rumores más recientes acerca de Jesús. En la mayoría de los casos no se parecía nada al Jesús que ellos habían conocido. Allí en el pueblo de Nazaret Jesús había sido trabajador, buen vecino y sabía escuchar. Había sido un poco excéntrico, intensamente interesado en las cosas de Dios, y hacía lo que podía por ayudar a aquellos que lo rodeaban. Pero ahora, de repente, aparentaba ser un tipo fanático, radical o zelote. No había estado fuera del pueblo demasiado tiempo, cuando les llegó la noticia de la purificación del templo en Jerusalén. ¡Él nunca había intentado algo así en la sinagoga local de Nazaret! Pero después de todo, es posible que Jerusalén necesitara un trato así. Había mucha corrupción en la capital de la nación, por lo menos así se rumoraba.
Jesús había viajado bastante por el país, y tenía un número creciente de seguidores que lo acompañaban por doquier. Se oían informes de milagros, sanaciones y exorcismos. Nadie sabía qué creer, pero todos estaban interesados en saber que el Chico del Barrio hacía cosas buenas, ¿o estaba haciendo cosas malas? Bueno, ahora se darían cuenta personalmente, puesto que Jesús vendría a visitar Nazaret.
«Y Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea, y se difundió su fama por toda la tierra de alrededor. Y enseñaba en las sinagogas de ellos y era glorificado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer» (Lucas 4:14-16).
La gente de Nazaret observó con orgullo cómo le otorgaron el honor de leer la Escritura aquel sábado por la mañana. Era agradable tenerlo nuevamente en casa. Fue bondadoso de parte de los ancianos locales darle el privilegio de sentarse en la plataforma. Uno no puede menos que imaginarse a uno de los asistentes inclinarse y susurrarle en el oído a su compañero: «¿Ya sabes que él es el hijo de José, verdad? Antes vivía a media cuadra de nosotros».
Juan el Bautista había proclamado que Jesús era el Hijo de Dios. Sus discípulos creían que era el Mesías. Multitudes lo habían aceptado como un gran maestro unos, y como profeta, otros.
Pero aquí en Nazaret, no era más que el hijo de José. Y si había algo de verdad en los informes de milagros y maravillas que había realizado en otros lugares, ¿acaso Nazaret no merecía un espectáculo especial? ¿No tenían el derecho de contar con los asientos de primera fila? ¿Acaso no lo conocemos desde … ? Se hicieron hacia adelante en sus asientos para no perder palabra alguna que pronunciara.
«Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él» (Lucas 4:17-20).
Tal vez la mayoría de las personas de Nazaret no estuvieron conscientes del énfasis que puso Jesús en su lectura. Sabían que este pasaje específico de la Escritura era una profecía mesiánica, y sus mentes se dirigieron hacia el Mesías venidero. Tal vez algunos comenzaron a atar cabos y empezaron a sentirse incómodos con la implicación. A pesar de todo, algo en el ambiente impidió que el servicio continuara, ya que la Biblia dice que los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él, aun después que se sentó.
Luego Jesús habló nuevamente, en el versículo 21: «Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros». Y ahora el resto de los rostros se oscurecieron. Jesús, en esencia les dijo: «Yo soy el Mesías». Son palabras un poco difíciles de aceptar de parte de un vecino. Pero había algo más engorroso de aceptar. Si bien Jesús declaraba: «Yo soy el Mesías», también denunciaba: «Ustedes son pobres. Son un pueblo cautivo. Están ciegos y en prisión».
¡Qué maneras las de Jesús para tratar a sus vecinos! ¿Acaso no merecían su respeto y honor? ¿Acaso no lo habían tratado cortésmente? ¡Qué manera de responder! ¿Por qué si él quería que creyesen en él, no comenzó sanando las enfermedades y aflicciones de sus viejos amigos y vecinos? ¿Por qué, si era el Mesías, no comenzó ofreciéndoles posiciones claves en su nuevo reino del que tanto habían oído? ¿Cómo pudo comenzar con insultos y luego esperar que le mostrasen aceptación y apoyo?
Las semillas del rechazo eran fuertes a pesar del interés en Jesús como el Chico del Barrio que había ganado fama en Jerusalén y Capernaúm, a pesar de las palabras amables que pronunciaba, a pesar de la fuerte influencia del Espíritu Santo aquel día. La gente decía: «¿No es éste el hijo de José?» (vers. 22).
¿Qué estaban diciendo? «Él es uno de nosotros. ¡Adelante, Jesús, ataca la corrupción de Jerusalén. Que todos se enteren de la pecaminosidad de los paganos y los samaritanos. Reprende a las rameras y recaudadores de impuestos! ¡Pero aquí estamos en Nazaret! ¡No trates así a tus vecinos! Eres uno de nosotros. Hemos ayudado a formarte. No te muestres arrogante con nosotros; te conocemos bien. Conocemos a tus padres y a tu familia. Sabemos que sólo eres el hijo de José».
Pero Jesús todavía no había terminado. «Él les dijo: Sin duda me diréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo; de tantas cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaúm, haz también aquí en tu tierra» (vers. 23). Y prosiguió su discurso en el que les recordó acerca de Elías. Cuando no hubo lluvia durante tres años y medio, a pesar de las tantas viudas que había en Israel, Elías fue enviado a una viuda en Sarepta, una ciudad de Sidón, una extranjera. Dios pasó por alto a su pueblo ese día y acudió a los paganos.
No sólo eso, Jesús les habló de Naamán el leproso, que fue sanado por Eliseo, mientras que ninguno de los leprosos de Israel recibió sanidad. Y ahora Jesús sugería que lo mismo pasaría nuevamente aquí en Nazaret. Era demasiado.
«Al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira» (vers. 28), ¡todos!
Un momento, por favor, éstas eran personas con las que Jesús había crecido. Eran los mismos con quienes había jugado en las calles cuando él estaba dispuesto a participar. Esta gente lo veía salir de la aldea de Nazaret, temprano por la mañana o por la tarde, con un rollo bajo el brazo, en busca de unos momentos de quietud con su Padre. Eran personas que habían visto su vida perfecta, habían recibido de sus manos un vaso de agua fría; habían compartido su comida cuando apretaba el hambre. Marcos nos cuenta que su propia familia estaba presente; y quisiéramos pensar que su reacción sería la excepción. Pero la Escritura dice que todos se llenaron de ira.
«Y levantándose, le echaron fuera de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos, para despeñarle. Mas él pasó por en medio de ellos, y se fue» (vers. 29-30).
¿Puede verlo alejarse solo de Nazaret? ¿Puede verlo caminar cabizbajo, con gruesas lágrimas deslizándose por sus mejillas? Estos eran sus amigos de la niñez. Seguramente amaba a estas personas de una manera especial. Pero ellos lo rechazaban; y no sólo eso, ¡sino que habían tratado de quitarle la vida! Otro sufrimiento para este Varón de Dolores que estaba experimentado en quebrantos. Sus propios vecinos, amigos y tal vez hasta miembros de su propia familia, lo habían rechazado.
¿En qué fundaban su rechazo? Era algo mucho más profundo que la rivalidad de sus compañeros y vecinos. Lo rechazaban porque él era puro y ellos pecadores. Los impíos siempre se han sentido incómodos en presencia de los píos. Lo rechazaban porque reconocían que deberían efectuar cambios en sus vidas si aceptaban sus enseñanzas. Lo rechazaban porque él había asestado un golpe severo a su orgullo nacional. Se resistían a considerar el registro del Antiguo Testamento con la aseveración de que los paganos y extranjeros habían sido honrados por encima del pueblo escogido. Lo rechazaban porque no aprobaba sus vidas religiosas, sus costumbres y ni siquiera a sus venerados dirigentes religiosos. Rechazaban a Jesús porque era como ellos, y a la vez, no lo era.
De esta manera Jesús se vio obligado a alejarse de sus vecinos de Nazaret y desaparecer por el camino polvoriento, consciente de la tragedia que representaba para la mayoría de ellos; el rechazo era definitivo. Jesús sabía que cuando las personas rechazan a Dios, es casi inevitable seguirlo rechazando. El orgullo humano se resiste a reconocer el propio error. Una vez que se asume una posición, no es agradable dar marcha atrás. Y la mayoría de los vecinos de Jesús nunca se retractaron de haberlo rechazado en Nazaret.
Sin embargo, aun en Nazaret hubo unos pocos… Marcos 6 registra que él pudo sanar a unos pocos. En la nación escogida, de entre el pueblo especial de Dios, hubo unos pocos que aceptaron a Jesús. Yo anhelo desesperadamente estar entre esos pocos que lo acepten hoy, ¿y tú, amigo lector?
Jesús vino a predicar el evangelio a los pobres. Hubo unos pocos pescadores pobres que lo aceptaron. ¿No quisieras unirte a ellos hoy? Jesús vino a sanar a los acongojados. Hubo unos pocos acongojados, como María y Marta, que aprendieron a sentarse a sus pies. Jesús vino a predicar un mensaje de liberación para los cautivos. Hubo unos pocos que escucharon las palabras de Jesús por encima del rugir de los demonios en sus mentes entenebrecidas, y aceptaron la liberación que él les ofreció. Jesús vino para dar vista a los ciegos. Hubo unos pocos, como el ciego Bartimeo, que clamaba en voz alta en busca de la ayuda que Jesús deseaba darle. Hubo algunos ciegos espirituales que percibieron su necesidad, los cuales estiraron sus brazos a Jesús y su vista también fue restaurada. Hubo unos pocos maltratados y golpeados por el enemigo, quienes acudieron a Jesús, aceptaron su liberación y dieron alabanzas en voz alta.
Pero éstos fueron sólo unos pocos.
Cuando veas a Jesús alejarse por el camino, obligado a dejar a aquellos que rechazaron su amor, no le permitas alejarse solo. Permítele caminar a tu lado y dile: «Querido Señor, cuenta conmigo. Estoy de tu lado. Yo no quiero dejarte».
Jesús todavía busca ansioso a todos los que quieran aceptar las bendiciones que él anhela darles.