La ciudad de Jerusalén ha sido destruida muchas veces. Ciudades y aldeas de Palestina desaparecieron tal como se conocieron en los tiempos de Cristo. Con el paso de los años, las nuevas generaciones simplemente han construido nuevas ciudades sobre las antiguas.
Hace algunos años viajé a Tierra Santa en compañía de otras personas. Por entonces visitamos el estanque de Betesda. Queda a 24 metros debajo de la superficie de la ciudad actual, y uno puede descender por los escalones en espiral hasta llegar al nivel del estanque, en el mismo lugar donde estuvo en los días de Jesús.
Al llegar a los cinco pórticos, otras escaleras descienden aún más, hacia la oscuridad, hasta llegar a las aguas aún existentes del estanque. Uno de los de nuestro grupo en aquel tiempo, desapareció accidentalmente en el estanque, al tratar de bajar por la escalera oscura. ¡Para su sorpresa, las aguas lo movieron a él, en vez de que ellas fueran movidas!
Pero el estanque de Betesda sigue ahí y nos da una vislumbre de cómo era la situación en los tiempos de Jesús.
La historia del hombre en el estanque de Betesda se halla en el quinto capítulo de Juan: «Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén. Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese» (Juan 5:1-5).
Esto era el «abra-cadabra», la magia de sus días. El Lourdes donde la gente podía hallar salud y sanidad; por lo menos era lo que se creía.
«Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo.
»Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo. Y era día de reposo aquel día» (vers. 5-9).
El resto del capítulo no es más que un seguimiento a esta historia. Jesús fue citado a la corte y se le hizo comparecer ante un tribunal terrenal. Jesús, el Señor del sábado, es acusado de violar el sábado. Si la situación no fuera tan trágica, hasta podría ser cómica. Jesús, el Creador, el que hizo todo lo que hay en el mundo, el responsable de mantener el corazón latiendo en el pecho de las mismas personas que lo acusaban. Es una situación sumamente interesante.
En seis ocasiones distintas acusaron a Jesús de quebrantar el sábado. Y al estudiar dichas circunstancias, notará que Jesús siempre decidió en favor de la persona, mientras que los dirigentes religiosos siempre favorecían la ley.
Pero en Mateo 12:12, Jesús dijo: «Es lícito hacer el bien en los días de reposo». Así que Jesús «quebrantó» el sábado para poderlo guardar. Y los dirigentes judíos, mientras trataban de guardarlo, lo quebrantaban. Cuando Jesús favorecía a la persona, en realidad exaltaba también la ley. Estas dos no se excluyen mutuamente. Es lícito hacer el bien en los días de reposo.
La palabrita lícito es muy interesante. El texto no dice: «Sería lindo que hicieras el bien en sábado»; ni «es tu privilegio hacer el bien». En otras palabras, eso es lo que la ley requiere. Es como viajar por una de esas carreteras que tienen un cartel que dice «Velocidad mínima 60 kilómetros por hora» No sólo es permitido manejar más rápido que 60, sino que si uno maneja más lento que esto, estaría quebrantando la ley. Hacer el bien en sábado es lo que requiere la ley, y Jesús vino para revelar el verdadero propósito del día de reposo. Dio un paso gigantesco al pasar por sobre toda costumbre y tradición, y mostrar el verdadero propósito de la observancia del sábado.
Aquel sábado, Jesús se paseaba por los cinco pórticos. La gente que yacía alrededor del estanque eran casos desahuciados. Sus familiares y amistades los llevaban a ese lugar como último recurso. Algunos habían erigido albergues rústicos junto al estanque; pero a otros los traían todos los días. Todos esperaban que las aguas fueran removidas para ser los primeros en bajar al estanque. Los enfermos deformados, lisiados y desesperanzados yacían por doquier esperando.
Jesús caminaba solo entre los sufrientes, sin que éstos lo notaran. Empezaba su ministerio. Más tarde, la gente lo seguiría, lo apretaría y estaría a sus pies. Pero aquel día no lo seguía la multitud, no había mujeres que empujaran entre los observadores, tratando de tocar el borde de su manto.
Así que Jesús caminó entre los pórticos observando a los sufrientes, deseando poder sanarlos. ¡Quería sanarlos a todos! Si yo hubiera estado allí y lo hubiera reconocido, y si hubiera sabido acerca de su poder, habría gritado: «¡Adelante Jesús! ¡Sánalos a todos!»
Pero él no podía hacerlo. Su misión todavía comprendía demasiadas cosas. Si los hubiera sanado a todos, habría concluido su trabajo prematuramente. A decir verdad, por sólo sanar a un hombre dio un paso gigantesco hacia la cruz. Esa es la razón por la cual no sanó a todos los leprosos. Si lo hubiera hecho habría interferido con su misión superior: la salvación de la humanidad. Por eso es que Dios no puso fin al pecado hace tiempo. Por eso no puede sanar hoy a todos los enfermos, lisiados de los hospitales y asilos para ancianos e instituciones de enfermos mentales. Dios, en su infinita sabiduría, ha permitido que el pecado siga su curso hasta sus últimas consecuencias para que todos lo identifiquen y sepan lo que realmente es. Y cuando el mundo llegue a su final, todos estarán plenamente convencidos de la malignidad del pecado.
Pero mientras Jesús caminaba por los pórticos, deseando sanarlos a todos y tal vez previendo el día cuando el pecado terminaría para siempre y todos serían restaurados, vio a uno cuyo caso era el más deplorable de todos. La compasión se apoderó de él.
Era un hombre que había padecido 38 años. Sus amigos y familiares lo abandonaron y el único hogar que le quedaba era éste, junto al estanque. De pronto Jesús se detiene, lo observa y le hace una pregunta aparentemente sin sentido.
-¿Quieres ser sano?
-¿Disculpe usted? ¿Qué cree que hago aquí?
-¿Quisieras ser sano? -Evidentemente Jesús quería que el hombre lo dijera.
Y bien, ya saben su respuesta.
-Sí, es lo que busco, pero no hay quien me ayude aquí. No hay un hombre disponible. No tengo suficientes fuerzas para bajar al estanque. Alguien siempre me gana. Es inútil.
Jesús no pierde el tiempo. No mide sus palabras. Mira al hombre y con el poder que proviene del Dador de la vida, del Creador, de Aquel que hizo el universo, el poder que puso a brincar al polvo al mandato de su voz en la creación, da la orden: «Levántate, toma tu lecho, y anda».
Nótese la secuencia interesantísima en este momento. El registro dice que 1) inmediatamente el hombre fue sanado, 2) tomó su lecho, y 3) caminó.
Cuán fácil resulta introducirnos nosotros mismos en el cuadro. Quisiéramos un poco de crédito, un poco de gloria para nosotros. Y decimos: «Dios ayuda a aquellos que se ayudan ellos mismos». Queremos que los dones de Dios dependan, de alguna forma, de nuestros propios esfuerzos. Tal vez han escuchado la explicación, según algunas personas, que lo que hizo posible que este hombre caminara fue el hecho de forzar su voluntad, apretar los dientes y realizar un tremendo esfuerzo para obedecer el mandato de Jesús. Y en la medida que se esforzó por hacerlo, recibió sanidad y pudo caminar. ¡No fue así! Jesús lo sanó en el acto. En primer lugar, recibió sanidad; luego se levantó, tomó su cama y anduvo. El acto de caminar y tomar su cama fueron los resultados de haber recibido sanidad, no la causa.
Y vemos a este hombre caminando, digamos mejor brincando, alrededor del estanque. ¿Qué representa el estanque? Todo lo que hacemos para producir nuestra propia sanidad. El estanque puede simbolizar aquello que tratamos de hacer para lograr nuestra propia salvación, nuestra victoria o nuestra propia justicia.
Tal vez sólo unos pocos, cuya enfermedad era de origen mental, sanaron porque así lo creyeron. Pero este hombre era débil.
Carecía de fuerzas, no tenía energía para llegar a la orilla del estanque. Era un caso desesperado.
¿Se ha puesto usted en su lugar? No perdamos la lección espiritual de esta historia. ¿Cuál es su estanque hoy? ¿Ha estado tratando de ganarse el cielo procurando ser suficientemente bueno para llegar allá? ¿Acaso es ese su estanque? Jamás llegará por sus propias fuerzas.
¿Ha tratado de obtener la victoria sobre algún pecado en su vida? ¿No ha obtenido la paz deseada? ¿Está a punto de caer en la desesperación? ¿Es ese su estanque? ¿Qué en cuanto a los miembros de iglesia que tratan de hacer algo para que Cristo regrese? ¿Acaso no han escuchado eso? ¿Ha analizado los lemas que dicen: «Levantémonos y terminemos la obra»? Sin embargo, escuchamos que la población del mundo crece más rápido de lo que se puede diseminar el evangelio, y estamos a punto de darnos por vencidos. ¿Es ese su estanque hoy?
Tenemos toda clase de estanques que luchamos por alcanzar. Tal vez hay alguien hoy que ha estado tratando por 38 años o más de llegar a su estanque y todavía no lo logra. ¡Tengo buenas nuevas para usted! Hay una fuente llena de sangre, proveniente de las venas de Emmanuel; y los pecadores, al sumergirse en esta fuente, lavan las manchas de sus pecados. Hay un manto para aquellos que se encuentran desnudos, un manto tejido sin un solo hilo de virtud humana. Se le ofrece hoy como un obsequio. Es el manto del poder de Jesús que cubre sus fracasos.
Así que, por favor, acompáñeme hoy por uno de esos cinco pórticos. Jesús está pasando. Se inclina sobre usted y le pregunta «¿Quieres ser sano?»
Aquí nos metemos en lo que algunos llaman el evangelio subjetivo. Ellos dicen: «No hablemos acerca de ser sanos. Seamos objetivos. No hablemos de nosotros mismos».
¿Se puede imaginar a Jesús inclinado frente a este hombre en el estanque mientras le pregunta: «¿Quieres ser sano?» Y el hombre le responde: «Oh, eso es demasiado subjetivo. Sólo atribúyele un poco de justicia a mi cuenta en el cielo. Eso será suficiente».
Podemos agradecer a Jesús por lo que hizo en la cruz, pero podemos agradecerle igualmente por lo que desea hacer en cada vida hoy. Charles Spurgeon, gran predicador del pasado, lo dijo de esta manera: «Y ahora, mis queridos oyentes, les preguntaré: ¿Quieren ser sanos? ¿Desean ser salvos? ¿Saben lo que es ser salvos? Oh, dirán ustedes, es escapar del infierno. No, no, no. Eso es el resultado de ser salvos. Ser salvos es completamente diferente. ¿Quieren ser salvos del poder del pecado? ¿Desean ser salvos de la codicia, de pensar como piensa el mundo, de ser impuros? ¿Anhelan liberarse de un temperamento malvado, de ser injustos, impíos, dominantes, borrachos o profanos? ¿Están dispuestos a abandonar el pecado más acariciado de sus almas?
-No -dice alguien-, no puedo decir honestamente que deseo precisamente eso.
-Entonces no eres la persona a la que estoy hablando hoy. Pero habrá quien diga:
-Sí, deseo deshacerme del pecado, con todas sus ramificaciones y raíces. Deseo, por la gracia de Dios, hacerme cristiano en este mismo día y ser liberado de mis pecados.
-Entonces, levántate, toma tu lecho, y anda.
¿No quisieran aceptar al mejor Amigo que jamás podrían hallar, al Señor Jesús en persona, quien se pasea por los cinco pórticos? No vino a llamar a los justos, sino a los pecadores al arrepentimiento. Y él dice: «Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra» (Isaías 45:22). Él está dispuesto a arriesgarse por ti. Su compasión siempre lo domina, y hoy te ofrece la sanación espiritual que tanto deseas.