Un doctor judío de Los Ángeles formaba parte del cuerpo médico de un hospital perteneciente a una denominación protestante. En cierta ocasión contó sus experiencias de cómo era un extraño en ese lugar y de qué manera llegó a ser una persona de confianza. Estaba a punto de graduarse de su especialidad médica y una parte de su examen final consistía en entrar en el cuarto de un paciente que jamás había visto y salir en unos minutos con un diagnóstico. Se había entrenado bien a los pacientes para que no dieran a conocer su padecimiento.
Este médico judío entró en el cuarto que se le había asignado, donde había una mujer en la cama. Él pensó para sí, más vale que pruebe suerte, así que preguntó:
-¿Qué tiene?
-Usted es el médico, averígüelo -le respondió la paciente.
De modo que comenzó a examinarla. Después de unos momentos le pidió que se diera vuelta en la cama, y ella se movió como dos centímetros.
El médico volvió a insistir:
-Discúlpeme, por favor, pero necesito que se voltee.
La mujer se movió otros dos centímetros.
Para entonces, y en su frustración, el médico empezó a pronunciar frases y palabras seleccionadas en yiddish, ignorando que la dama también era judía. Ella lo miró unos instantes y le preguntó:
-¿Es judío?
-Sí -respondió el médico.
-¡Padezco diabetes! -le confió la dama.
Él explica que jamás se había sentido más integrado o afiliado a un grupo como en esa ocasión.
Ya sea que se esté hablando acerca de la práctica médica o de la iglesia o del mundo en general, es posible ser alguien de casa o un intruso. En realidad, si pensamos unos instantes, veremos que es posible ser de casa aun cuando se esté afuera; o ser un forastero, aun cuando se sea de casa.
Con esto en mente, es emocionante notar cómo trató Jesús a los forasteros de sus días para descubrir quiénes eran realmente los de casa.
«Y el siervo de un centurión, a quien éste quería mucho, estaba enfermo y a punto de morir. Cuando el centurión oyó hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese y sanase a su siervo. Y ellos vinieron a Jesús y le rogaron con solicitud, diciéndole: Es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga.
«Y Jesús fue con ellos. Pero cuando ya estaban cerca de la casa, el centurión envió a él unos amigos, diciéndole: Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. «Al oír esto Jesús se maravilló de él, y volviéndose, dijo a la gente que le seguía: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. ‘Y al regresar a casa los que habían sido enviados, hallaron sano al siervo que había estado enfermo» (Lucas 7:2-10).
Jesús se maravilló de la fe del centurión. En los evangelios se registran dos ocasiones específicas cuando Jesús se maravilló, y por razones opuestas. En ésta, se maravilló por la fe de un forastero. En la otra, por la falta de fe de los de casa, el grupo religioso de sus días.
Supongo que ha oído hablar acerca de las siete maravillas del mundo. ¡La última vez que revisé la lista, eran unas 280! Pero consideremos las siete maravillas de esta historia: siete elementos de los cuales podemos maravillarnos al repasar esta experiencia.
El primero tiene que ver con el centurión, el cual envió a unos ancianos a Jesús para que le contaran acerca de su siervo que estaba enfermo. ¿No es maravilloso que un gentil -considerado como un perro por el pueblo religioso de sus días-, tuviera el valor de hacer lo que hizo? Los gentiles eran forasteros. Se consideraba que no eran dignos de que Dios los tomara en cuenta, ni de recibir sus bendiciones y salvación. Así que verdaderamente ha de haber tenido mucha fe para intentar siquiera ingresar al sistema judío.
No sólo era gentil, sino también romano. Los romanos, en los días de Jesús, eran la clase de personas que si hacía frío, podían detener en la calle a un judío y despojarlo de su abrigo; si un romano llevaba una carga muy pesada, podía obligar a algún judío que se la llevara. Los soldados romanos no se conocían por su amabilidad, cortesía ni virtudes. Este hombre no sólo era soldado romano, sino también un centurión, encargado de cien hombres del ejército romano. Era un candidato poco probable para ejercer gran fe.
El segundo elemento del que podríamos maravillarnos en esta historia es el hecho de que el centurión era un cristiano. Evidentemente su fe provenía de una experiencia personal con Dios, y sabía algo acerca de Dios, aun antes de conocer a Jesús. En realidad, conocía suficientemente acerca de Dios como para percibir que Jesús era Dios. Ni siquiera los judíos del tiempo de Jesús lo habían reconocido. Estaban tan ocupados en tratar de ser buenos, externamente, que no tuvieron tiempo para reconocer la identidad del Galileo. Pero el centurión sabía quién era.
Él dijo: «Yo tengo autoridad». Luego describió los límites de su autoridad. Pero se veía a sí mismo como un simple reflejo en la presencia de Aquel que tenía todo el poder del cielo y de la tierra. Reconoció en Jesús a Uno que tenía autoridad; su fe aceptó a Jesús como Uno enviado por Dios. Aparentemente en su mente no existían dudas al respecto. Todo el pueblo religioso de sus días podría haberse unido a él, si lo hubieran deseado.
El tercer elemento que me gustaría destacar de este centurión es el hecho de que él no pidió señales. La gente de sus días siempre pedía señales. «Muéstranos una señal y creeremos». Jesús les dijo en una ocasión:
-Ustedes no creerían aunque resucitara a uno de los muertos.
Más tarde, lo comprobó al resucitar a Lázaro, y no sólo no creyeron, sino que hicieron un complot para matar tanto a Jesús como a Lázaro, a quien había levantado de los muertos. La señal no hizo ninguna diferencia.
Al noble judío que acudió a Jesús, le dijo:
-Si no viereis señales y prodigios, no creeréis.
Cuán fácil es fundamentar nuestra confianza en Dios cuando recibimos las respuestas que hemos pedido. Jesús percibió en el corazón del noble judío la fe condicional de alguien que no creería a menos que viera señales y prodigios. Pero no fue así con este centurión romano. Aceptó a Jesús tal cual era, aun antes de ver las señales y los prodigios.
Un cuarto elemento que debería maravillarnos de esta historia es la condición del siervo. Era un hombre que estaba muriéndose. La petición del centurión era más que simplemente rogar que se lo sanara de una gripe o resfrío. Este hombre estaba en problemas serios. Yacía en su lecho de muerte. Sin embargo, el centurión estuvo dispuesto a pedir lo aparentemente imposible. Él creía que el Creador del universo podía decir la palabra y su siervo sanaría.
¿Está usted dispuesto a pedir algo grande a Dios? ¿O tiene miedo de que si le pide algo grande no se lo conceda? ¿Tiene suficiente fe sólo para traer a los pies de Dios las peticiones pequeñas? ¿O se parece al centurión que le trae a Dios las peticiones imposibles?
Un quinto elemento que puede maravillarnos es el hecho de que la fe del centurión era tan grande que pudo decirle a Jesús: «Sólo di la palabra y mi siervo sanará». Imagínese ir al médico hoy por causa de un problema serio de salud de un ser querido. ¿Estaría dispuesto a decir: «Sólo di la palabra. Dinos cuál medicina lo sanará, y eso será suficiente?»
Este hombre tuvo la oportunidad de decidir si el Gran Médico le haría una visita a domicilio o no. Y él rehusó esta oportunidad diciendo: «No es necesario. Sólo di la palabra». Eso requiere mucha fe, ¿no le parece?
En este punto se puede ver la lección espiritual de la historia. Al concentrarnos en el milagro de la sanidad podríamos perder de vista la lección más profunda. Sabemos que no todos los que oran y piden sanidad física son sanados en el acto. Hasta los más consagrados sufren y mueren en este mundo de pecado.
Pero es un principio eterno y universal que Dios se complace en perdonar los pecados. Y la única condición que se requiere es que acudamos a él y se lo pidamos. En su plan lleno de sabiduría, Dios no incluye la sanidad de las enfermedades físicas de todos. De lo contrario, ya habríamos desarrollado un mundo lleno de cristianos por interés del arroz, gente que le sirve sólo por los favores que pueden obtener de él. Dios quiere un pueblo que le sea fiel hasta la muerte, que testifique ante el mundo que seguirá amándolo y confiando en él sin importar lo que suceda.
Pero cuando se trata del perdón de los pecados, él perdona todos nuestros pecados, y aún más. Él también sana todas nuestras enfermedades espirituales. Acudimos al Gran Médico en busca de algo más que el perdón. Vamos a él para ser sanados. Y su plan es que nos levantemos y caminemos en una vida nueva. La victoria, la obediencia y el triunfo, no sólo el perdón, están al alcance de todo aquel que acuda a sus pies.
Su voluntad para cada uno de nosotros no es sólo que hallemos perdón de nuestros pecados cuando los confesemos, sino que también seamos limpiados de toda injusticia. Esa es su palabra, y en la medida que la aceptemos por fe, en esa misma hora veremos su cumplimiento.
El sexto elemento digno de destacar del centurión es su humildad. Los dirigentes judíos que le presentaron a Jesús la petición de este oficial romano dijeron: «Es digno de que le concedas esto». Si buscas a alguien que sea digno, a quien quieres darle tus buenas dádivas, tenemos a uno. Nos ha construido una sinagoga. Seguramente merece una bendición adicional por eso. Pero el centurión mandó a decirle: «No soy digno». «No soy digno siquiera que entres en mi casa. Sólo di la palabra y mi siervo sanará».
Hay una gran diferencia entre tener valor y ser digno. Frecuentemente sentimos que carecemos de valor. Ese es uno de los grandes problemas del mundo actual. Mucha gente siente que no vale nada. Jesús probó en la cruz que sí valemos. Pero eso no nos hace dignos.
Cuando el centurión dijo, «no soy digno», evidenció lo genuino de su fe. Fe genuina es confianza en otro, y cuando confiamos, reconocemos que tenemos necesidad de otro. Reconocer que necesitamos a Jesús cada día es una experiencia de humildad. Pero sólo aquel que llega a estar humildemente al pie de la cruz, puede experimentar las bendiciones de la cruz.
Me gustaría unirme al centurión hoy y decir: «Señor, no soy digno del más mínimo de tus favores, pero Jesús dejó el cielo por mí». Y Jesús probó que ante sus ojos, en Cristo somos de mayor estima que todo el universo.
El séptimo elemento por el que podríamos maravillarnos del centurión es que, aunque él era un forastero, un pagano ante los ojos de los líderes judíos, fue transformado por Dios y demostró una verdadera preocupación por el prójimo. Él dijo: «Por favor, sánalo, porque lo quiero mucho». ¿Puede imaginar a un oficial del ejército diciendo estas palabras?
¿Tiene usted a alguien a quien quiere mucho? Puede acudir a los pies de Jesús y decirle: «¿Puedes hacer algo por esta persona? Él o ella significa mucho para mí». Esto es lo que caracteriza a una verdadera persona: cuando tiene la compasión y el espíritu de Jesús y se interesa más en el prójimo que en cualquier otra cosa.
¿Puede imaginar la conclusión de esta historia? Cuando Jesús escuchó acerca del siervo del centurión, dijo sin vacilación: «Iré y lo sanaré».
Han pasado siglos y hoy vivimos al borde de la eternidad. Me imagino a Jesús hoy, a la diestra del Padre, a quien se le ha conferido todo el poder de la tierra y el cielo. Él mira a un mundo hundido en problemas, un mundo lleno de dolor, muerte y lágrimas. Puedo oír nuevamente su voz diciendo:
-Volveré. Volveré y los sanaré.
Pronto llegará el día cuando él vendrá y sanará a todos sus siervos, a quienes quiere entrañablemente. Habrá concluido la controversia. La pregunta del amor de Dios y su justicia se habrá resuelto para siempre. Y Jesús hará lo que ha querido hacer todo el tiempo. Nos habrá sanado a todos, a todos aquellos que hemos aceptado su amor. Dios mismo vendrá y morará con nosotros y limpiará todas las lágrimas. ¡Qué cuadro tan hermoso! ¡Qué magnífica esperanza! ¡Cuán bello amor el de Dios por nosotros!