6. Cómo Trató Jesús a los Pecadores

Cuando era chiquillo, me sentaba y lamentaba, Porque a mi hermanito le tocaba la mejor rebanada de pan.

Mi padre acostumbraba citarnos estos versos a mi hermano y a mí. ¡Ocasionalmente era necesario! Cierta Navidad, unos hermanos de la iglesia muy amables nos regalaron una bolsa de caramelos navideños a cada uno. Eran caramelos de los duros que duraban en la boca varias horas antes de deshacerse. Mis padres, inmediatamente se preocuparon. No querían que se nos dañaran los dientes, ni el estómago. Así que establecieron un reglamento. Podríamos disfrutar de un caramelo por vez, y sólo a la hora de la comida. Nada de dulces entre comidas.

Bueno, eso era demasiado para un chiquillo como yo. Así que, haciendo caso omiso de la orden de mi padre, comí dulces entre comidas. Mi padre se enteró del asunto, e inmediatamente destruyó mi bolsa de caramelos. Después de eso, ¡me afligí tanto por la salud de mi hermano, que vacié su bolsa de caramelos en el inodoro!

¿Por qué asumimos este tipo de actitud? ¿Por qué será que nos esforzamos tanto por llevarles la delantera a los demás, ya sea en la manifestación extrema de la guerra o en los inocentes juegos de salón? ¿Qué hace que los partidos de fútbol y otros deportes se hayan convertido en un pasatiempo nacional tan popular? ¿Por qué nos preocupamos tanto por quién será el ganador, quién quedará arriba, quién será el primero?

Todo comenzó con el pecado, ¿no cree usted? Empezó cuando Lucifer decidió ser el más grande. Es una tendencia que pareciera formar parte de nuestra misma naturaleza. Hasta los discípulos de Jesús fueron culpables una y otra vez de querer ser el mayor. Contemplando su experiencia, se nos da un hermoso ejemplo de cómo Jesús trató a los grandes pecadores.

¿Es posible que los santos pequen? ¿Cómo trata Jesús a los santos que pecan? ¿Es posible estar pecando, y seguir haciéndolo, y a la vez seguir siendo un cristiano? Sugiero que esta es una pregunta muy práctica. ¡Y tiene una respuesta tan emocionante que me comen las ansias de presentársela! Pero trataremos de construir nuestro caso, observando en la Escritura cómo trató Jesús a esta clase de gente.

«Y llegó a Capernaúm; y cuando estuvo en casa, les preguntó: ¿Qué disputabais entre vosotros en el camino? Mas ellos callaron; porque en el camino habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor» (Marcos 9:33-34).

Había llegado el tiempo cuando Jesús debía ir a Jerusalén. Los discípulos estaban seguros de que había llegado la hora de establecer su reino, su reino terrenal. Y ellos tenían negocios inconclusos que debían atender. El negocio que tenían entre manos era decidir quién sería el presidente del grupo, quién sería el primer ministro, quién sería el mayor en el reino.

Los discípulos continuaron discutiendo por el camino a Jerusalén, procurando terminar sus negocios pendientes. Pero ellos sabían que lo que hacían estaba mal, porque se quedaron atrás. En realidad, cuando Jesús llegó a los límites de la ciudad de Capernaúm, sus discípulos se habían quedado tan atrás que ni siquiera podía oírlos.

Es curioso. Estos discípulos habían estado tres años con Jesús. En repetidas ocasiones declararon su fe en él, que era el Hijo de Dios. ¡Pero ahora los vemos tratando de hablar en voz tan baja como para que Dios no pudiera escucharlos!

Esto nos enseña algo sumamente interesante acerca del pecado. Es difícil cometer pecados en presencia de Jesús. ¿Ya descubrió esto? Hasta las personas más débiles hallan que es difícil pecar en presencia de alguien que aman y respetan. Por alguna razón tenemos que sentir que estamos lejos de Dios, y alejados de Jesús para poder seguir pecando.

Pero los discípulos llegan a Capernaúm, y acompañan a Jesús a la casa donde se van a hospedar. Cuando Jesús encuentra un momento de quietud, les pregunta: «¿De qué hablaban allá en el camino?»

Los discípulos comienzan a patear el suelo. Se mueven de aquí para allá, mostrándose nerviosos. Simplemente no contestan la pregunta. La Biblia dice: «Mas ellos callaron.» ¡Era un buen momento para mantenerse callados! Cuando mis padres me preguntaron lo que había sucedido con la bolsa de caramelos de mi hermano, ¡yo también quedé callado!

Pero Jesús insistió y finalmente uno de los discípulos dijo: -Bueno, nos preguntábamos quién llegará a ser la persona más importante en tu nuevo reino.

La vida de Jesús era una vida de humildad. Se despojó de sí mismo y tomó forma de siervo, de acuerdo con Filipenses 2. Aquel que había recibido el homenaje y la adoración de todas las huestes celestiales, vino a este mundo a nacer en un establo. Aquel que había sido rico llegó a ser pobre, para que nosotros por medio de su pobreza llegáramos a ser ricos. Una y otra vez trató de transmitir este mensaje a sus discípulos: que la verdadera grandeza tiene sus raíces en la humildad. Y todavía a estas alturas no habían aprendido esta lección.

En este momento, Jesús bien podría haber dicho:

-¡Largo de aquí, miserables! Denme otros doce para volver a empezar.

Pero en vez de hacer eso, se sentó con ellos y les dijo: «Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos. Y tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos les dijo: El que reciba en mi nombre a un niño como éste, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió» (Marcos 9.35-37). Jesús constantemente usaba a niños como ejemplos para demostrar cómo es, en realidad, el reino de los cielos.

Jesús fue bueno con sus discípulos. No los condenó. Siguió tratando de enseñarles pacientemente las lecciones que tanto necesitaban aprender. Sobre todo, siguió caminando con ellos, y siguió siendo buen compañero de ellos. Jesús siguió trabajando con ellos, viajando con ellos y confiándoles su obra y su misión.

De esta lección de la Escritura se infiere que los discípulos eran culpables de pecado. ¿Qué pecado? El pecado del orgullo. Podríamos pensar: No debemos ser orgullosos. Pero todos tenemos un poco de orgullo. El mundo entero lo practica. Lo cierto es que la santificación es tarea de toda la vida. Tal vez antes de morir habremos vencido ese pequeño problema.

Pero si lo estudiamos bien, descubriremos que el orgullo es uno de los peores pecados ante los ojos de Dios. Es uno de los más ofensivos porque es diametralmente opuesto a la misma naturaleza divina. Y fue el orgullo el pecado que nos hundió en la condición desesperada en que se encuentra este mundo.

De modo que el pecado del cual eran culpables los discípulos, no sólo era un pecado, sino que era uno de los peores pecados. Y ellos sabían que estaban mal, y sabían lo que estaban haciendo, pero no cambiaron. Continuaron con su pecado todo el tiempo que anduvieron con Jesús. A decir verdad, seguían siendo los mismos aquella noche que participaron de la primera Santa Cena en el aposento alto poco antes de la crucifixión.

Esto es, según mi definición, pecado conocido, pecado continuo, pecado habitual, pecado acariciado y persistencia en el pecado.

Este texto nos enseña la manera en que Jesús trata a los pecadores que viven en pecado: aquellos que saben que están en pecado, y sin embargo, continúan su vida de pecado.

Alguien ha dicho que el problema con estos discípulos era que no se habían convertido. Pero ellos habían recibido la orden de ir y echar fuera a los demonios, sanar a los leprosos y levantar a los muertos. ¿Pueden personas no convertidas hacer eso? Eran los mismos a los que Jesús dijo cuando regresaron de su misión con los setenta: «Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (véase Lucas 10:20). Pero Juan 3:3 dice que ni siquiera podemos ver el reino de los cielos a menos que nazcamos otra vez. Por lo tanto, no puedo aceptar la premisa de que estos discípulos no estaban convertidos. ¿Entonces qué?

¿Cómo trata Jesús a los discípulos que son culpables de ser pecadores declarados? Él hizo su declaración clásica en Mateo 12:31: «Todo pecado … será perdonado a los hombres». ¿Acaso no son éstas buenas nuevas? Y si toda forma de pecado les es perdonada, tendría que incluir los pecados conocidos, pecados continuos, pecados habituales. Incluiría el perdón de los peores pecados, como el orgullo, además de otros pecados, como asesinato y adulterio, o el que fuere.

Jesús prometió perdonar todo pecado, y siguió caminando con los discípulos mientras ellos aprendían lo que él trataba de enseñarles.

Podría resultar fácil concluir que, después de todo, tal vez no sea tan malo pecar. Quizá pecar no es tan grave. Podría ser que la obediencia y el triunfo sobre el pecado no sean tan necesarios o posibles. Pero necesitamos recordar lo que Jesús dijo a María cuando la arrastraron a sus pies. Le dijo: «Yo no te condeno». Esas son buenas nuevas.

Pero no se detuvo allí. ¿Qué más le dijo?: «Vé, y no peques más». También esas son buenas nuevas.

Dios ama a los pecadores, es verdad. Pero odia al pecado. Nos ha provisto de su poder para que salgamos victoriosos sobre el mal. Nos ha dotado del poder necesario para obedecer, poder para ser victoriosos. Además, ha provisto de su perdón a los cristianos nuevos, débiles e inmaduros, y sigue caminando con ellos.

Tenemos a nuestra disposición el poder de ir y no pecar más. Pero es la aceptación y el amor de Jesús, una continua relación con él, la que nos brinda este poder de ir y no pecar más. Por eso es sumamente necesario que cualquier pecador que insiste en su pecado pueda contar con la presencia acogedora de Jesús, puesto que todavía está aprendiendo a experimentar el poder que está a su disposición.

La única persona que se sobrepone a sus errores es la que sabe que es amada y aceptada, aun cuando sigue cometiéndolos. ¿Acaso esto no puede llevarnos al libertinaje? ¡No! Es esta misma relación con Jesús la que nos conduce a la victoria. Basándose en el relato bíblico, podemos concluir que es posible sostener una relación con Dios y acariciar un pecado simultáneamente. Los discípulos sostenían una relación con Dios y acariciaban un pecado a la misma vez, ¿no es verdad? Pero aun cuando sea posible mantener una relación con Dios y un pecado acariciado en la vida simultáneamente, tarde o temprano uno de los dos tendrá que salir.

Judas era inteligente. Él conocía bien este principio. Decidió que no quería soltarse de su pecado, así que deliberadamente desechó su relación con Jesús en favor del pecado.

Con esto llegamos al meollo sobre los pecados. Pecados acariciados, de presunción y conocidos. Judas sabía lo que tenía que hacer para vencer el pecado, pero deliberadamente decidió hacer lo contrario. Cuando alguien desecha su relación con Jesús porque desea seguir con su pecado, está pisando arena movediza. Tal vez usted haya conocido o conozca a personas que no quieren ser demasiado religiosas, porque temen que su estilo de vida podría cambiar. Este fue el caso de Judas.

Pero los demás discípulos prefirieron seguir con Jesús, a pesar de todo. Juan, por ejemplo, fue el discípulo que siempre estuvo ahí. Nada lo apartó del lado de Jesús. Sin embargo, necesitó tres años para aprender a aceptar la victoria que Jesús le ofrecía. Y a pesar de que sus problemas eran tan detestables como los de Judas, él siguió caminando con Jesús.

Transcurren los años. Juan es el último de los discípulos que aún vive. Todos los demás han sufrido el martirio. Tal vez lo visitan algunos amigos allí en Roma. Escuchan palabras como éstas: «Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios» (l Juan 4:7).

Y ellos le dicen: Juan, has cambiado.

Juan los mira y les pregunta: ¿Quién, yo?

Porque las personas que cambian son las últimas en notarlo, las últimas en publicarlo. La gracia de Dios había estado obrando en la vida de Juan. A él se lo conocía como uno de los hijos del trueno, pero ahora escuchamos de sus labios las palabras «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2)

Por favor, amigo mío, permítame recordarle que si usted acepta a Jesús como un amigo personal día tras día y se relaciona con él por medio de la oración y el estudio de su Palabra; si nada lo retira de su lado, se unirá a Juan el amado en experimentar la transformación de su carácter. No importa la naturaleza de su pecado, éste se desvanecerá.

En ocasiones nos impacientamos y tratamos de fijarle tiempo a nuestro crecimiento. ¡No lo haga! Ese es el departamento de Dios. Es trabajo del Espíritu Santo. El principio del crecimiento cristiano es primero la brizna, luego la espiga, luego la mazorca madura en la espiga. La producción del fruto lleva tiempo.

Pero el amor tiene su propia salvaguarda contra la licencia. A medida que continuamos amando a Jesús, más extraña se nos hace la idea de abaratar la gracia de Dios. Y mientras crecemos, aprenderemos con los discípulos a amar y confiar en él plenamente. Cuán agradecidos podemos estar por el mensaje del tratamiento que dio Jesús a los grandes pecadores.