4. Cómo Trató Jesús a los Parias

¡Esta es la historia de un hombre cuyos amigos levantaron el techo de una casa y lo bajaron por el hueco! Se encuentra en Marcos 2:1 en adelante. «Entró Jesús otra vez en Capernaúm después de algunos días; y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.

«Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era cargado por cuatro. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico. «Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados …

«Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa.

«Entonces él se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa» (Marcos 2:1-12).

¿Quién fue este hombre que llegó a ser el protagonista principal de este relato? Me gustaría sugerir que era un don nadie en ese pueblo. Era un inválido. Era una persona atada a su cama por las circunstancias de la vida. Seguramente no resaltaba demasiado en el poblado. Como si fuera poco, era un paria. Cualquiera que sufría de alguna aflicción o enfermedad, era tildado de ser un gran pecador, ¡un pecador no arrepentido que seguía en su vida de pecado! Y en este caso, la acusación era cierta.

En algunas ocasiones Jesús dijo que la enfermedad o la aflicción no tenía nada que ver con el pecado de la persona. Lo dijo acerca del hombre ciego registrado en Juan 9. Los discípulos le preguntaron:

-¿Quién pecó, éste o sus padres? -A lo cual Jesús respondió: -Ninguno.

Sin embargo, al ciego se lo consideraba un gran pecador debido a su padecimiento. El hombre de esta historia no sólo era considerado pecador, sino que era un gran pecador. La evidencia es que su enfermedad era resultado directo de una vida pecaminosa, y muchos comentaristas de la Biblia consideran que era una enfermedad social. Así que era un paria.

Lentamente, sus amistades fueron alejándose de él, hasta quedar solo con sus compañeros de pecado. Uno podría conjeturar que los que lo llevaron a Jesús eran de su misma clase. Este hombre sabía lo que es una conciencia ardiente, y sabía cómo empujarla a lo más recóndito de su mente. Sabía cuán malo es el pecado por experiencia propia. Sabía qué se siente ser un paria. Conocía la sensación de culpabilidad y cómo el diablo golpea a las personas con este sentimiento. Conocía de primera mano lo aborrecible que es el pecado, a pesar de seguir amándolo. Había experimentado la inquietud, los deseos insatisfechos, las ataduras de las que trataba en vano de escapar.

Sabía que ni siquiera sus motivos eran correctos. ¿Por qué buscaba ayuda? ¿Alguna vez ha descubierto que una calamidad, aflicción o pena lo impulsan a acudir a Dios en ese momento? Eso se conoce como la teología de la desesperación: interesarse en Dios sólo cuando uno no puede escapar de sus problemas.

Bajo estas circunstancias este hombre acude a Jesús. Eso es lo único bueno que ha hecho. Probó otros métodos, y ha sido defraudado muchas veces. En cierta ocasión estuvo a punto de que lo depositaran en una tumba incógnita, puesto que la enfermedad había avanzado demasiado. Consultó con los mejores médicos, pero éstos no pudieron ayudarle, y pronunciaron su caso como incurable. Fue con los fariseos y dirigentes de la iglesia, pero éstos lo defraudaron. Dijeron que no había esperanzas para él, que era un gran pecador y un paria de Dios y de los hombres. Sus amigos también lo abandonaron. Pero en su último intento por ayudarlo, lo bajaron por el techo, y ése fue el momento más grande de su vida.

Una gran multitud rodeaba a Jesús. Capernaúm no era una aldea pequeña, por lo menos no en aquellos tiempos. Si fuésemos hoy, descubriríamos que es un lugar muy tranquilo, excepto por los turistas y sus activas cámaras. Pero se aprecian las ruinas a orillas del Mar de Galilea. Se distinguen bien los restos de la casa de Pedro, lugar donde se llevó a cabo este suceso.

Después que Jesús limpió el templo, salió de Judea y se dirigió a Galilea para comenzar su ministerio en ese lugar. Ya había limpiado a un endemoniado en la misma sinagoga. Esas noticias habían circundado todo el pueblo, aun entre los que no asistían a la iglesia. El paralítico también había escuchado acerca de ese prodigio.

La mamá de la esposa de Pedro también fue curada por Jesús, y esa misma tarde, después de la puesta de sol, multitudes se presentaron ante él y recibieron sanidad antes que finalmente se apartara de la gente para orar en la soledad y quietud de las colinas. Se produjo otro milagro, algo que no había sucedido desde los tiempos de Elíseo. Un leproso fue sanado. A medida que la noticia circulaba entre la gente, la multitud se hizo tan numerosa que Jesús tuvo que retirarse de Capernaúm a un lugar deshabitado donde descansar.

Ahora Jesús había regresado a Capernaúm . Se encontraba en la casa de Pedro. Había tanta gente allí, que era imposible que cupiera una persona más. Pero a sugerencia del enfermo, sus amigos lo subieron al techo de la casa, rompieron las tejas, y lo bajaron por entre las vigas.

Esto hubiera sido bastante vergonzoso para cualquiera con inhibiciones normales. ¿Se imagina hacer eso y exponerse a la burla de la multitud? Todos se quedaron viendo cómo lo bajaban frente a ellos. Pero él había agotado todos los recursos. Estaba desesperado. Cuando una persona está al borde de la muerte, no le importa lo que piensen los demás.

Allí estaba la gente. Estaban los sinceros, los reverentes, los incrédulos y los curiosos. Había un grupo de espías de Jerusalén, los fariseos y saduceos que procuraban la muerte de Jesús. Uno puede ver a la multitud amontonada, adentro y afuera de la casa, escuchando por las ventanas y parados en las puertas. Uno puede escuchar el silencio repentino en la habitación después del golpeteo en el techo y sentir la tensión en el aire cuando comienza a bajar un hombre solo en su camilla, exactamente frente a Jesús. El relato cuenta que Jesús vio la fe de ellos. No hay que pasar por alto el hecho de que la fe de los cuatro que lo trajeron también se tomó en cuenta. Desconocemos sus nombres. No se han escrito himnos en su honor, ni se relata la historia de sus vidas. Pero ellos trajeron a este hombre en los brazos de su fe a la presencia de Jesús.

Y ahora vienen las palabras que convierten este incidente en el momento cumbre de la vida de este hombre. «Hijo». ¿Hijo? ¿Quiere decir que el Dios del universo le dice a una persona, «cómo estás hijo»? ¿Qué sucedió con el Dios de justicia del que tanto hemos oído? ¿Qué en cuanto al Dios que tiene una lista y que la revisa una y otra vez para ver a cuántos puede impedirles la entrada al cielo? ¿Quiere decir que el propio Dios llamó a este hombre -el que tiene un negro historial de pecado-, su hijo? Efectivamente. El que habla es Dios. Y Dios lo llama «hijo».

Luego, Mateo agrega una pequeña frase que Marcos no incluyó en su versión del relato: «Ten ánimo» (véase Mateo 9:2). Me encanta esa frase. ¿Es posible que también hoy alguien necesite ánimo? ¿Es posible llegar al punto de agobiarse tanto por el sentimiento de culpa, remordimiento y pecado? ¿Habrá alguien que al mirar este relato, pueda ver más que una pequeña historia, y ubicarse a sí mismo en el cuadro?

¿Tenemos hoy representantes de la multitud que se aglomeraba en la casa de Pedro: los curiosos, los sinceros, los reverentes, los incrédulos? ¿Tendremos hoy alguno que represente al hombre paralítico? Si fuese así, entonces estas palabras tienen validez: «Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados».

Jesús sabía que como primer punto en su lista de prioridades este hombre deseaba tener paz con Dios. Jesús también sabía que una vez cumplida esta prioridad, todas las demás bendiciones vendrían por añadidura. Así que le dijo: «Hijo, tus pecados te son perdonados».

A este hombre le preocupaba más tener paz con Dios que cualquier otro asunto; vivir o morir le era indiferente, si tan sólo sus pecados le eran perdonados. Todo lo demás, se sentiría feliz de dejarlo en las manos de Dios.

Tuve un amigo durante mis días de estudiante, persona tranquila, un poco mayor que todos los demás, oriundo de Corea, donde había pertenecido a la infantería de marina. Había tenido a su cargo a un pelotón de soldados. En cierta ocasión, en la oscuridad de la noche, alumbrados por las estrellas, se dirigieron hacia una colina que pensaban tomar para las fuerzas aliadas.

Ellos entendían que la colina a sus espaldas había quedado libre de enemigos; pero alguien había hecho un trabajo muy descuidado, y todavía quedaba un soldado comunista con su ametralladora.

Al comenzar el ascenso de la montaña, de repente la ametralladora abrió fuego sobre el pelotón. De una pasada barrió con la última fila de hombres, elevó su arma unos grados y disparó nuevamente, barriendo la siguiente fila. Elevó el arma unos grados más y volvió a repetir la misma operación. Era un hombre muy hábil con su arma.

Mi amigo, al frente de su pelotón, sabía que no tenía demasiado tiempo. Podía oír a sus hombres quejándose de dolor, algunos de ellos en agonía mortal.

Pero él se había criado en un hogar cristiano. Sabía acerca de Jesús, de su segunda venida, del cielo y de la eternidad. Y le había dado la espalda a todo. Pero ahora, a pesar de sus motivos equivocados, miró hacia el cielo y dijo: «Dios, no me queda mucho tiempo. No te pido que me salves la vida. No tengo mérito alguno. Pero, por favor, ¿me permitirás levantarme en la resurrección correcta?»

Era lo único que le interesaba: obtener la paz con Dios. Todo lo demás era secundario.

Por extraño que parezca, bajó de la colina sin siquiera un rasguño. Más tarde ingresó en una institución cristiana con el fin de llegar a ser un ministro de Dios, después de lo cual regresó a las fuerzas armadas como capellán. Su gran anhelo era ayudar a otros que andaban como él mismo anduvo. ¿Por qué lo hizo? Porque Dios le había dado un bono: no sólo el perdón, la paz y la esperanza de la vida eterna, sino la vida misma, aquí y ahora. Y cuando eso le sucede a uno, lo que se desea realmente es ¡contarlo a los demás!

De manera que este hombre paralizado se recostó en su camastro o colchoneta o lo que haya sido, y se regocijó con las buenas nuevas: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Su rostro cobró un brillo singular. Sus ojos se iluminaron, y hasta las funciones del cuerpo comenzaron a cambiar. Es difícil precisar el momento exacto cuando el perdón y la sanidad se fusionaron, pero cuando esto sucedió el hombre se convirtió en una nueva criatura. Experimentó una felicidad que nunca antes había sentido. Pero en un grupo siempre hay alguien que lo arruina todo. Los dirigentes de la iglesia tenían negros pensamientos. Jesús pudo adivinar sus pensamientos y pudo detectar su lenguaje corporal. Les dijo: «¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa» (Marcos 2:9-11).

¿Fue fácil para el paralítico obedecer las palabras de Jesús o le fue difícil? Cuando en el principio el Creador habló, ¡hasta el polvo obedeció sus órdenes! A su voz, los mundos llegaron a la existencia. ¿Hubiera sido fácil que el hombre se quedara acostado en su catre?

En ocasiones nos dedicamos a especular sobre lo que hubiera sucedido si el paralítico no hubiese creído. ¿Qué habría pasado si se hubiera detenido a analizar, qué hago primero: ejerzo la fe o muevo los músculos? ¡La verdad es que no había tiempo para eso! Me gustaría sugerir lo siguiente. Cuando uno está en presencia del Dador de la Vida y él dice, «levántate, toma tu lecho y anda», ¡uno no puede hacer otra cosa sino obedecer! ¡Uno no se detiene a dialogar ni debatir el punto! Uno se levanta inmediatamente ante la palabra creativa y todopoderosa de Dios.

El hombre, de un brinco, se puso de pie. Tomó su lecho. Y por favor, notemos, ¡ahora era alguien! ¡No tuvo que salir por el hueco del techo! Donde instantes antes no había lugar para pasar, de repente la multitud le hizo lugar.

El hombre salió por la puerta, cargando su cama y se dirigió hacia su hogar. Su rostro irradiaba un brillo singular por la maravilla del milagro realizado en su favor. No hay evidencia de que su esposa e hijos hubieran estado con él ese día. Deben de haberlo visto salir de casa muchas veces en busca de doctores, curanderos o los últimos charlatanes. Incontables han de haber sido las ocasiones en las que lo contemplaron volver lentamente, completamente derrotado. Por lo mismo, creemos que ellos se quedaron en casa.

Ahora están mirando por la ventana abierta o por el postigo de la ventana o por encima del cerco delantero. No lo pueden creer. No se parece a papá, pero ¡es papá! Está corriendo, brincando y casi bailando de emoción. Tiene vida nueva. Tuvo un encuentro con el Salvador.

Rodean a su padre y esposo y él les cuenta la historia. Todo hace suponer que de ese momento en adelante la esposa y los hijos gustosos hubieran entregado sus vidas por el Señor Jesucristo.

¿Por qué lo hizo Jesús? ¿Por qué venía a la gente ofreciéndoles sanidad? Porque él quería que todos supiesen que tiene poder en este mundo para perdonar los pecados. Jesús hizo a los pecadores sus mejores amigos en este mundo, y hoy, todavía tiene la misma aceptación, disposición y poder para perdonar.

Actualmente aún hay muchas personas a las que les falta seguridad y paz. Pero me gustaría invitarle a unirse al pobre paralítico, que demostró que sin importar de quién se trate, o dónde haya estado o qué haya hecho, Jesús sigue aceptando a los que acuden a él. Todavía los perdona.

Esto puede hacer que su paso asuma una nueva determinación, con una vida nueva en el alma, puesto que Dios no sólo tiene poder para perdonar, sino también para sanar, cambiar y habilitar a la persona para caminar en novedad de vida. Todo esto sucede en la presencia de Jesús.

Cuán agradecidos debemos estar hoy de que todavía podamos acudir a la presencia de Jesús, y que él ha prometido aceptarnos, perdonarnos y limpiarnos.

El salmista lo expresó de la siguiente manera: «Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre.

Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios.

El es quien perdona todas tus iniquidades, El que sana todas tus dolencias; El que rescata del hoyo tu vida, El que te corona de favores y misericordias. » -Salmos 103: 1-4