Hace varios años, un jueves de tarde una joven enfermera vino a mi oficina. Enferma y cansada de la vida que llevaba, me dijo que deseaba un cambio. Deseaba a Cristo en su vida.
«Usted puede acudir a Cristo ahora mismo – le dije – y él la aceptará gustosamente». «No, ahora mismo no – replicó – porque tengo algunos planes para este fin de semana». Luego continuó explicando su intención de pasar ese fin de semana con el esposo de otra mujer.
¿Debiera haberle dicho que podía ir a Cristo en ese mismo momento, con sus planes para el fin de semana? ¿O debiera haberle aconsejado que descartara sus planes, diciéndole que, si lo hacía, recién entonces podría aproximarse a Cristo? ¿O debiera haberle asegurado que solamente necesitaba estar dispuesta a cambiar su plan, y que, si acudía a Cristo, él le daría poder para lograr realmente ese cambio? ¿Qué es el arrepentimiento? ¿Cómo se lo puede lograr? ¿Nos arrepentimos antes de encontrar a Cristo, o acudimos a Cristo a fin de arrepentirnos? Y finalmente, ¿qué nos enseña una correcta comprensión del arrepentimiento en cuanto a la obediencia solamente por fe?
En la segunda epístola a los Corintios se habla de dos clases de arrepentimiento.
«Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte» (2 Cor. 7:10). Es posible sentirse triste por haber sido sorprendidos, debido a las consecuencias del pecado, pero no por el pecado mismo.
Judas es un ejemplo muy ilustrativo de eso. Habiendo esperado resultados muy diferentes, se lamentó por el giro que tomaron las cosas en Su traición de Cristo. Pero no sintió remordimiento por el pecado mismo – ni tampoco por tratar de obligar a Jesús a ajustarse a sus ideas en cuanto a cómo edificar el nuevo reino, ni por la motivación original de su pecado, habiendo resuelto no unirse tan íntimamente a Cristo que no pudiese apartarse. Su arrepentimiento fue simplemente una tristeza mundanal – y lo condujo a la muerte, tanto física como espiritual.
El arrepentimiento genuino y piadoso incluye dos aspectos: «tristeza por el pecado y abandono del mismo» (El camino a Cristo, pág. 21). Parece algo sencillo. Pero ¿ha tratado usted alguna vez de sentir tristeza? Tal vez todos podamos recordar que cuando éramos niños se nos dijo alguna vez, «di que te arrepientes». Y al expresarlo ¿sintió realmente el arrepentimiento?
Si yo hubiera podido convencer a la joven enfermera de que pronunciara las palabras: «Me siento entristecida por mis planes para el fin de semana», ¿habría tenido éxito en llevarla al arrepentimiento?
A veces es muy fácil sentir remordimiento por las consecuencias del pecado. El alcohólico se siente contrito por el malestar del día siguiente, pero no por los excesos que lo provocaron. Es fácil sentir arrepentimiento a la mañana siguiente por lo que se hizo la noche anterior, y lamentar el sentimiento de culpa que se experimenta como consecuencia del pecado, pero no encontrar desagradable el pecado mismo. La enfermera que me entrevistó había experimentado pesar por algunos de los resultados de su estilo de vida. Sin embargo, a pesar de la amarga secuela, no sentía angustia alguna por el pecado mismo.
Tal vez usted trató de acercarse al arrepentimiento por el ángulo opuesto, esperando que, si se apartaba de su pecado, tarde o temprano experimentaría tristeza por el mismo. Desafortunadamente descubrió que no podía librarse de un pecado al cual todavía encontraba atractivo y deseable. Aun la persona de voluntad fuerte, que puede cesar en la conducta externa de un pecado, sigue enfrentando el problema de su vida interior.
Mucho tiempo atrás, la Escritura nos recordó que, aunque el hombre juzga por la apariencia exterior, el Señor juzga por lo que hay en el corazón. (Véase 1 Sam. 16:7). Entonces, ¿cómo podemos obtener verdadero arrepentimiento? ¿Acudimos a Cristo a fin de arrepentirnos? ¿O nos arrepentimos a fin de acudir a Cristo? En el área del arrepentimiento, demasiado a menudo nos encontramos en el lugar del hombre cuya bocina de su automóvil no funcionaba. Al llevar su carro al taller, se encontró con la puerta cerrada y un cartel que decía: «toque la bocina y le atenderemos». El capítulo dedicado al arrepentimiento en el libro El Camino a Cristo, ofrece una solución maravillosa a nuestro aparente dilema. Jesús quiere que acudamos a él tales como somos. Nosotros no podemos producir arrepentimiento, sino que es un don que nos da Jesús mismo. Y a fin de recibir un don debemos estar primeramente en la presencia del Dador. ¿De dónde proviene la tristeza genuina por el pecado? ¡De Dios, por supuesto! No la podemos fabricar nosotros mismos tratando de forzarnos a sentirla, u obligándonos a apartarnos de nuestros pecados. Todo lo que podemos hacer es acudir a Jesús a cada momento. Solamente él puede otorgarnos el don del arrepentimiento. Pedro, hablando de Jesús, declaró en Hechos 5:31: «A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados».
«El arrepentimiento es tanto un don de Dios como lo son el perdón y la justificación, y no se lo puede experimentar a menos que sea dado al alma por Cristo. Si somos atraídos a Cristo, es mediante su poder y virtud. La gracia de la contrición viene mediante él y de él procede la justificación» (Mensajes selectos, tomo 1, Pág. 458).
Esto resuelve en forma inmediata la cuestión de si acudimos a Dios antes o después del arrepentimiento. Si el arrepentimiento es un don, obviamente debemos ir a Dios primero a fin de recibirlo. Y si el arrepentimiento precede al perdón (Hech. 5:31), entonces el arrepentimiento también precede a la justificación. «Primeramente, Cristo produce contrición en quien perdona» (El discurso maestro de Jesucristo, pág. 12). Por lo tanto, observemos la secuencia: Si usted fuera una joven enfermera que un jueves de tarde, cansada de su estilo de vida, quiere tener una relación con Cristo, pero tiene ciertos planes para el fin de semana, lo que debe hacer es acudir a Cristo tal cual es. Usted nunca llegará a entristecerse suficientemente como para cambiar su vida, ni siquiera sus planes para un fin de semana, sin acudir a él para obtener el don del arrepentimiento. Así, usted se encuentra con Cristo tal cual es, y es responsabilidad de Cristo otorgarle el don del arrepentimiento y hacerse cargo de sus planes para el fin de semana.
A pesar de ello, cuántos de nosotros hemos luchado – por años tal vez – para obligarnos a entristecernos, a cesar de pecar, tratando de resolver nuestros propios «planes para el fin de semana» mediante nuestra débil fuerza. Es un problema común, aun entre cristianos profesos.
«Precisamente éste es un punto en el cual muchos yerran, y por esto dejan de recibir la ayuda que Cristo quiere darles. Piensan que no pueden ir a Cristo a menos que se arrepientan primero… Pero ¿debe el pecador esperar hasta que se haya arrepentido antes de poder ir a Jesús? ¿Ha de ser el arrepentimiento un obstáculo entre el pecador y el Salvador?
«La Biblia no enseña que el pecador debe arrepentirse antes de poder aceptar la invitación de Cristo: ‘Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré descanso’» (Mateo 11:28). La virtud que viene de Cristo es la que guía a un arrepentimiento genuino» (El camino a Cristo, pág. 24).
Romanos 2:4 dice que es la benignidad de Dios la que nos guía al arrepentimiento. Es cuando más plenamente captamos su amor que comprendemos mejor el carácter terrible del pecado. Estudiando la vida de Jesús, contemplando su carácter y su misión, somos inducidos al arrepentimiento. La contemplación de su amor quebranta nuestros corazones y comprendemos lo que nuestros pecados le han hecho sufrir.
Mi hermano y yo fuimos compañeros de pieza en el colegio. Todos los viernes de tarde limpiábamos juntos nuestra habitación. En cierta ocasión yo estaba tratando desesperadamente de cumplir ciertos requisitos y no tenía tiempo que perder. En esas circunstancias mi hermano entró apresuradamente al cuarto y me dijo: «¡Rápido, apresúrate, tenemos que limpiar la pieza!» «Hazlo tú – le repliqué – estoy demasiado ocupado. No puedo hacerlo».
Como tantas veces en el pasado, comenzamos a balancearnos sobre el precipicio. Mis padres se habían preguntado en varias ocasiones si llegaríamos a vivir lo suficiente como para madurar, porque peleábamos tanto cuando éramos más jóvenes. Pero repentinamente mi hermano se calmó y dijo: «Está bien, no hay problema, me imagino que estás bajo una terrible presión y que te resulta difícil tener todo hecho. Yo limpiaré la pieza, y me siento feliz de hacerlo, sigue adelante con tu monografía». ¡Mi corazón quedó quebrantado! Dejando de lado mi monografía, le ayudé. Cuando alguien no reacciona contra usted, sino que manifiesta una aceptación amorosa, le gana el corazón. La bondad de mi hermano me llevó a limpiar la pieza – aunque él lo había simulado.
Pero cuando hablamos acerca de la benignidad de Dios, estamos hablando de algo real. Es la única clase de benignidad genuina que existe. Cuando comprendemos la amabilidad, la misericordia, la paciencia de Dios, tales como fueron reveladas en Jesús, hay una gran diferencia.
Algún tiempo atrás habíamos ido de vacaciones con nuestra familia a una isla en medio del lago Gull, en Michigan. Mi hermano y yo nos ocupamos activamente en nuestro pasatiempo favorito: pelear. Les estábamos arruinando las vacaciones a nuestros padres, como también a nosotros mismos; y mi padre echó mano de todo lo que se le pudo ocurrir para que nos arrepintiéramos. Trató de encerrarnos en la cabaña, nos dijo que nos suprimirían los postres, y hasta nos privó de toda una comida. Con desesperación creciente nos privó de ir a la playa, y finalmente recurrió a la manguera del inflador de neumáticos. Pero nada resultó.
Finalmente nos llamó a la cabaña, y sentándose frente a nosotros, se esforzó por encontrar algún otro método, pero ya se le habían agotado las ideas. Fue entonces cuando vi que comenzaban a formársele lágrimas en los ojos.
¡Lágrimas en el rostro de mi padre, grande y fuerte como era! Esto era algo nuevo para mí. Por primera vez comprendí lo que nuestras luchas y refriegas le estaban haciendo a él. Yo había chasqueado y angustiado a alguien a quien amaba. Aunque podía aguantar el castigo con la manguera, no podía soportar las lágrimas. Súbitamente sentí que realmente quería cambiar. Fue la peor paliza que hubiera recibido alguna vez.
Los que entran en relación con Cristo, comienzan a ver algo de su amor y paciencia. Comienzan a comprender algo de lo que le costó redimir a la humanidad del pecado, y se dan cuenta del chasco y de la angustia que el pecado le produce. Y cuando esto ocurre, de alguna manera el pecado se ve diferente de como se lo veía antes. Se desvanece su atractivo. Una verdadera captación del corazón quebrantado de Jesús conduce a un arrepentimiento genuino. Mediante nuestra relación con Jesús se produce un cambio.
«Si percibes tu condición pecaminosa, no esperes hacerte mejor a ti mismo. Cuántos hay que piensan que no son bastante buenos para ir a Cristo. ¿Esperas a ser mejor por tus propios esfuerzos? ‘¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer el mal?’ (Jer. 13:23). Hay ayuda para nosotros solamente en Dios. No debemos permanecer en espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades, o de temperamentos más santos. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tales como somos» (El camino a Cristo, págs. 29, 30).
«Jesús se complace en que vayamos a él como somos, pecaminosos, impotentes, necesitados. Podemos ir con toda nuestra debilidad, insensatez y maldad, y caer arrepentidos a sus pies. Es su gloria estrecharnos en los brazos de su amor, vendar nuestras heridas y limpiarnos de toda impureza» (El camino a Cristo, pág. 52).
¿Cuántos pueden aceptar el don de Dios del arrepentimiento? El Señor «no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Ped. 3:9). Cualquiera que se sienta enfermo y cansado de su estilo de vida y quiera realmente apartarse del pecado, pero encuentra imposible hacerlo, debiera notar que el Señor desea que todos «procedan al arrepentimiento».
¿Sabía usted que acudir a Cristo y arrepentirse son la misma cosa? Por lo tanto, el arrepentimiento nunca es algo que usted produce. Debe acudir a Cristo mediante el estudio de su Palabra y la oración, y él le proporcionará el don del arrepentimiento en forma gratuita.
De modo que ¿cómo hace usted para arrepentirse? ¿Cómo funciona el arrepentimiento?
En primer lugar, el pecador – sin tomar en cuenta quién sea, o qué es lo que haya hecho, o cuáles sean sus planes – busca a Jesús tal cual es.
En segundo lugar, Jesús le extiende un don llamado arrepentimiento. Cuando el individuo acepta ese don, entonces es justificado o perdonado, y está delante de Dios como si nunca hubiera pecado.
El arrepentimiento nunca ha de ser un obstáculo entre el pecador y el Salvador. El acceso a Cristo está al alcance de toda persona que ha agotado sus propios recursos, que reconoce su incapacidad de salvarse a sí misma o de obedecer, y que elige acudir a él. El arrepentimiento nunca precede el acudir a Cristo, porque debemos acudir a Cristo para recibir sus buenos dones.
Por lo tanto, el arrepentimiento nunca es algo que nosotros hacemos por nosotros mismos. En los días de Jesús, toda una nación comprendió mal su naturaleza. Intentaban realizar por sí mismos algo que solamente Dios podía realizar por ellos. Ya hemos hecho referencia al ejemplo de Judas.
Mateo 27:3 declara: «Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos». Su arrepentimiento de factura propia hizo que los perros terminaran comiendo su carne en el camino al Gólgota.
El arrepentimiento tiene que ver con algo más que una tabla de piedra, una ley quebrantada. El arrepentimiento tiene que ver con un corazón quebrantado – el de Alguien que nos ama incondicionalmente. La contemplación del amor revelado en la vida, la muerte e intercesión de Jesús por nosotros, nos atrae hacia él, y experimentamos personalmente la benignidad de Dios, que es la que nos transforma. Cuando comprendemos que, por causa de nuestros pecados, de nuestra elección de seguir nuestro propio camino, hemos traído deshonor sobre Cristo, y quebrantado el corazón de nuestro mejor Amigo, nuestra voluntad se quebranta y conocemos la clase de arrepentimiento «de que no hay que arrepentirse».
¿Qué nos dice todo esto acerca de la obediencia solamente por fe? Si no podemos producir arrepentimiento por nosotros mismos, si debemos acudir primeramente a Cristo para recibirlo como un don, y si es siempre y únicamente un don, entonces no hay nada que podamos hacer para ganar méritos o para pagarlo. Debemos recibirlo mediante una íntima relación con Cristo.
Y si el arrepentimiento incluye tanto la tristeza por el pecado como el apartamiento del mismo, entonces tanto la tristeza por el pecado, como el apartamiento de él son un don. De modo que nada podemos hacer para abandonar el pecado, excepto mantener una relación diaria con Cristo.
De esta manera, la obediencia puede provenir solamente por la fe, debido a la naturaleza del arrepentimiento mismo. Debido a que el arrepentimiento es un don, la obediencia también debe serlo, porque solamente un arrepentimiento genuino hace posible una obediencia verdadera. Debemos obtener ambos mediante la búsqueda del compañerismo y la comunicación con Cristo.