2. La Obediencia Proviene Solo de la Fe Debido a la Naturaleza de la Humanidad

La Biblia contiene una multitud de referencias en relación a la condición caída de la humanidad.

Rom. 5:12 declara que «como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron».

«Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (vers. 19). Es una verdad bíblica que todos somos pecadores. Nosotros – a diferencia de Cristo – somos pecadores porque nacimos en un mundo de pecado, y si pecamos o no alguna vez, no es lo que importa. Somos pecaminosos.

En El Camino a Cristo (pág. 16) se dice: «Nuestro corazón es malo, y no lo podemos cambiar.» Es la condición de todo ser humano venido a nuestro mundo. «No hay justo, ni aun uno» (Rom. 3: 10). «No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (vers. 12). «Toda injusticia es pecado». 1 Juan 5:17 lo dice, y 1 Juan 1:8 nos recuerda que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos».

Efesios 2:3 revela que somos por naturaleza hijos de ira. Según Rom. 7:18, en nuestra carne no mora el bien. Y Rom. 8:7 claramente nos dice que «los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede». La lista de textos podría extenderse mucho más. Pero hay un importante pasaje de las Escrituras que con claridad prueba que somos pecaminosos por naturaleza (Juan 3).

Nicodemo, el intelectual, visitó a Jesús de noche. «Señor, eres un gran maestro – comenzó –. Yo pertenezco al Sanedrín, así que, ¿por qué no conversamos? ¿Por qué no pulimos un poco algunos entremeses intelectuales? Jesús lo miró directamente. «Lo que necesitas, Nicodemo, es nacer de nuevo».

Nicodemo trató de cambiar el tema y Jesús le permitió que repitiera lo que tenía pensado decir. Pero en cuanto hacía una pausa, el Maestro repetía: «Necesitas nacer otra vez». Jesús continuó recordando al líder judío, que a menos que se experimente el nuevo nacimiento no se puede ver el reino de Dios.

Si nadie puede entrar en el reino de Dios sin haber experimentado el nuevo nacimiento, entonces hay alguna cosa que anda mal con el primer nacimiento. Nuestra condición pecaminosa es el resultado de haber nacido en un mundo en rebelión contra Dios. Así es de sencillo.

Algunos encuentran problemático este concepto. ¿Qué quiere decir, – preguntan – que el pecado es algo que está en los genes y en los cromosomas?» No, no creo que haya alguna evidencia para probarlo.

Entonces, ¿qué es el pecado original? Bueno, no tenemos en mente lo que Agustín tuvo en mente. Su idea podría ser rotulada como culpa original. Pero la confesión de Augsburgo no está tan errada. Mi posición es similar. Nacemos separados de Dios, y así permaneceríamos para siempre, sin esperanza, si no hubiera sido por la cruz. Pero por causa del Gólgota, no necesitamos permanecer en esa condición. Dios nos ofrece a cada uno la opción de nacer de nuevo.

El primer síntoma del nacimiento enajenado de Dios es el egocentrismo. ¿Se ha sentido perturbado alguna vez, al ver a un recién nacido, con el pensamiento de que es un pecador? Pregúntese si ese niño es egocéntrico. No importa que la madre acabe de llegar del hospital y que todavía no se sienta muy bien. Ni que el padre trabaje todo el día arduamente y esté muy cansado. O que sean las dos de la mañana. Si el bebé desea ser alimentado, cambiado o atendido, lo exige así y enseguida. Todos nacemos egocéntricos, y sin Cristo permanecemos en esa condición. Sólo aprendemos a disimularlo un poco al ir creciendo. Y es de ese egocentrismo que surge todo lo que llamamos «pecados».

A través de nuestra vida – a desemejanza de Cristo – continuamos siendo pecadores por naturaleza, ya sea que hagamos algo equivocado o no.

«Ningún apóstol o profeta pretendió haber vivido sin pecado. Los hombres que han estado más cerca de Dios, los hombres que estuvieron dispuestos a sacrificar la vida antes de cometer a sabiendas un acto pecaminoso, los hombres honrados por Dios con luz divina y poder, confesaron la pecaminosidad de su naturaleza» (Los hechos de los apóstoles, pág. 463).

Cuando Pablo dice: «Cristo murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero», no quiere decir «estoy cometiendo equivocaciones todo el tiempo; estoy pecando constantemente».

Pablo también declaró: «¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? (Rom. 6:1-2). Él estaba confesando la pecaminosidad de su naturaleza. Afirmó que la justicia en su vida provenía de Cristo quien vivía en él (Gál. 2:20), y no de sí mismo.

Recordemos, sin embargo, que haber nacido en estado pecaminoso no significa que estamos perdidos. Dios no nos hace responsables por el hecho de haber llegado a un mundo egoísta y enajenado de él. Por lo único por lo cual nos considera responsables es por la manera como respondemos a su ofrecimiento de salvación cuando lo recibimos y comprendemos.

¿Hemos escuchado alguna vez el cuento de que los bebés se salvarán o perderán de acuerdo al destino de sus padres?

Fue realmente un alivio leer en Mensajes selectos, tomo 2, pág. 297 acerca de niños en el cielo sin sus padres. Dios nunca nos condenó por haber nacido en un mundo en rebelión. El pecado original no significa culpa original (Juan 9:41; 15:22-24; Sant. 4:17).

Si nuestros corazones son malos y egocéntricos y no podemos cambiarlos – y si permanecieran así hasta que Cristo venga – ¿cómo podríamos obedecer alguna vez? Jesús pregunta en Mateo 7:16-18: «¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos». ¿Puede una persona pecaminosa por nacimiento, llegar alguna vez a producir buen fruto? ¿Es imposible la obediencia?

Isaías 61:3 nos da una respuesta: «A ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar de espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya». De modo que es posible para individuos de naturaleza corrupta, experimentar la realización de un milagro, a través del poder de Dios, que los transforme en árboles de justicia; que los capacite para producir buen fruto – buenas obras que glorifiquen a Dios.

Nosotros llamamos a un milagro tal, conversión o nuevo nacimiento. Es una obra sobrenatural efectuada por el Espíritu Santo (Juan 3:5), la cual produce un cambio de actitud hacia Dios. Antes de su conversión, una persona no se interesa en las cosas espirituales. No encuentra gozo en la comunión con Dios. Pero después de su conversión, las cosas de Dios le atraen (Rom. 8:7; Eze. 36:26-27). Y crea también una nueva capacidad de conocer y amar a Dios que no existía antes (1 Cor. 2:14).

El comienzo de la vida espiritual conduce a una obediencia voluntaria a todos los requerimientos de Dios. Sin embargo, una fructificación tal para la gloria de Dios, no se produce de la noche a la mañana (Mar. 4:28). La conversión inicia nuestro crecimiento espiritual, así como la germinación de la semilla es el primer paso en el crecimiento físico.

De acuerdo con lo que se nos dice en El Camino a Cristo, pág. 17, el nuevo corazón guiará a una nueva vida. Aunque el Espíritu Santo nos da un corazón nuevo instantáneamente, la nueva vida proviene de un cambio gradual. «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).

Quisiera subrayar el hecho de que la nueva vida que surge de la conversión es un proceso. Muchos jóvenes que durante una semana de oración llegan al punto de la conversión, de la entrega de sus vidas a Dios, y que son sinceros al hacerlo, descubren al día siguiente de terminada la semana de oración que todavía tienen problemas y fallas en sus vidas, y concluyen que en realidad no se convirtieron. Desistiendo, esperan hasta la siguiente semana de oración, campamento o llamado de altar. No debiera ser así.

Jesús mismo enseñó el concepto del crecimiento. El hijo pródigo, que se convirtió mientras cuidaba cerdos, dio media vuelta en dirección a la casa de su padre. Experimentó un gran cambio en su actitud hacia su padre; surgió en él una nueva capacidad de apreciar su amor. Pero inmediatamente después de su conversión, estaba todavía en la pocilga –apenas había dado media vuelta para cambiar de rumbo. Le aguardaba el largo viaje de regreso a la casa de su padre.

Sim embargo, una persona que ha nacido de nuevo no preservará la nueva vida, a menos que mantenga una conexión vital con Dios. Un recién nacido, en el sentido físico no crecerá rápidamente, ni mantendrá ese poco de vida que tiene, si rehúsa comer, respirar o hacer ejercicio. Y si un cristiano recién nacido no se involucra en el estudio personal de la Palabra de Dios, en la oración personal y en la devoción diaria, y si no da expresión al deseo que siente de hablar a otros acerca de Jesús, no crecerá como cristiano. En verdad, perderá la vida que había comenzado en él; no permanecerá convertido.

La vida espiritual consiste en más que el nacimiento espiritual; importante como lo es un nacimiento. «Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Pero el que perseverare hasta el fin, éste será salvo» (Mat. 24:12-13). De modo que la vida espiritual tiene como fundamento una relación continua con Cristo Jesús. Y a fin de mantenerla, debemos comunicarnos con él cada día.

«El hombre pecaminoso puede hallar esperanza y justicia solamente en Dios; ningún ser humano sigue siendo justo cuando deja de tener fe en Dios y no mantiene una conexión vital con él» (Testimonios para los ministros, pág. 367).

Algunos de nosotros estábamos acostumbrados a pensar que la vida devocional era para personas con artritis y cabello cano, que se acercaban al final de su existencia. Pero no es así. Más bien es la misma base de la vida y el crecimiento espiritual.

Puesto que somos pecadores por naturaleza (nacidos pecaminosos), nunca seremos capaces de producir obediencia por nosotros mismos. «Todas nuestras justicias son como trapos de inmundicia» (Isa. 64:6). Nótese que estamos hablando de nuestra justicia. Nuestra justicia, separados de Cristo, no tiene más valor que trapos de inmundicia.

Si hemos de llegar a producir buenos frutos, si hemos de tener justicia genuina, debemos obtenerla de alguna otra parte. El Señor es nuestra justicia (Jer. 23:6). Él es la única fuente de toda justicia genuina que podamos tener. Y es posible que Cristo more en nuestros corazones por medio de la fe. (Efe. 3:17). Cristo vivirá en nosotros (Gál. 2:20). Y entonces, obrando en nosotros y por medio de nosotros mediante el poder del Espíritu Santo, producirá justicia que es realmente justicia.

Algunos responderán asombrados, ¿Cristo viviendo en usted? ¡Eso es panteísmo! Pues sabemos que el panteísmo tuvo malas connotaciones en la historia adventista. El panteísmo pretende que Dios está en la hoja, en la flor, en la piedra. Pero Cristo que mora en nosotros no es panteísmo – es una buena verdad bíblica.

Esto nos conduce a la pregunta: Si Cristo mora en nosotros, ¿vivirá una vida imperfecta? Lo que el Espíritu Santo haga en nuestras vidas, ¿será impugnable o defectuoso? Si es verdad que el yo no vive más, y que Cristo vive en mí, ¿es posible para Cristo obedecer en mí? Y si el Espíritu Santo desea morar en nuestros corazones, ¿le es posible producir obediencia? Por supuesto que sí.

Por un lado, puedo asumir la posición de que cuando Jesús murió en la cruz, hizo provisión para ponerme en una correcta relación con Dios, y acepto todo por fe. Pero cuando se trata de vivir la vida cristiana, pienso que tengo que esforzarme duramente y luchar porque en buena medida es mi responsabilidad hacerlo. Sin embargo, todo lo que puedo esperar producir es una obediencia imperfecta, porque cualquier esfuerzo sin Cristo producirá trapos de inmundicia.

Pero, por otro lado, puedo creer que Cristo tomó mi lugar en la cruz e hizo posible que pudiera estar en una relación correcta con Dios. Y en lo que atañe a la vida cristiana, debo reconocer que no puedo salvarme a mí mismo, así como tampoco podría haberlo hecho en el Gólgota. Jesús tiene que hacerlo todo. Él es capaz de producir obediencia y justicia, mientras que yo no. La obediencia viene sólo por la fe, confiando en Cristo para la obtención del poder.

Debemos poner nuestro esfuerzo en el debido lugar. Dejemos de tratar de enfrentar al pecado y al diablo por nuestra propia fuerza. Lo único que ganaremos serán moretones y rasguños. En vez de ello, libremos la «batalla de la fe». Debemos concentrarnos en la relación de fe con Jesús. Al aceptarlo y comunicarnos con él día tras día, nos recreará para que seamos árboles de justicia, plantados por el Señor. Los frutos del Espíritu, los frutos de la justicia y de la obediencia, se desarrollarán naturalmente en nuestras vidas.

Durante nuestro crecimiento espiritual, Cristo nos perdona cuando caemos y fallamos por causa de nuestra inmadurez. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1).

Al explicar el perdón, Jesús dijo que debemos perdonar setenta veces siete, y añadió: «Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (Luc. 17:3-4). Esa es la manera en que el Padre perdona. Aun cuando caiga y falle siete veces en un mismo día, Dios me perdonará cada vez. «Pero ¡cómo! – protestarán algunos – ¡Eso conducirá al libertinaje!» Lucas 7:43 declara que quien es perdonado mucho, ama mucho. Y Juan 14:15 nos dice que si amamos a Dios guardaremos sus mandamientos. De modo que el que es perdonado ama mucho – y quien ama mucho obedece mucho.

Dios continúa amándonos y aceptándonos a medida que crecemos en él. Al buscar cada día su comunión y su compañerismo, le permitimos hacer su obra en nuestras vidas.