“En el mes tercero de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en ese mismo día llegaron al desierto de Sinaí. Porque partieron de Refidim, y llegaron al desierto de Sinaí, y acamparon en el desierto, y acampó allí Israel delante del monte. Y Moisés subió a Dios, y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Ustedes vieron lo que hice a los egipcios, y cómo los tomé sobre alas de águilas, y los he traído a mí. Ahora entonces, si obedecieren mi voz, y guardaren mi pacto, ustedes serán mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Y ustedes me serán un reino de sacerdotes, y nación santa. Éstas son las palabras que dirás a los hijos de Israel. Entonces, vino Moisés, y llamó a los ancianos del pueblo, y propuso en presencia de ellos, todas estas palabras que Jehová le había mandado. Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos. Y Moisés refirió las palabras del pueblo a Jehová”. (Éxodo 19:1-8).
Esta no es la única vez, que aparece tal declaración en la historia del pueblo del Éxodo. Una y otra vez, con confianza en sí mismos, dijeron: “Todo lo que el Señor ha dicho, haremos”. Aquellos que han debatido los pactos, han tratado de decidir si era la respuesta adecuada para ellos. Algunos afirman que no se podría pedir uno mejor. Si el Señor descendiera hoy a la montaña más cercana, y te diera el mensaje: “¡De ahora en adelante no quiero que peques más!”, ¿Qué responderías? “Está bien, lo prometo. Nunca cometeré más errores. Prometo no volver a pecar nunca”. ¿Sería esa una buena respuesta?
Supongamos que Dios bajó, y no solo anunció Sus Diez Mandamientos, sino que también agregó instrucciones específicas, sobre cómo tratar a los sirvientes, esclavos, viudas, huérfanos, extraños y pobres, cosas que no habíamos estado haciendo. Y supongamos, que pasó tanto tiempo explicando exactamente lo que quiso decir, como lo hizo en el resto de Éxodo, Levítico y Deuteronomio.
Dios reveló una gran cantidad de cosas a su pueblo, en el Sinaí. Les reveló los principios de una vida sana y de organización. Es interesante, que finalmente los haya agrupado de manera similar a los militares de hoy. El Señor les dijo algo sobre las finanzas: Que una décima parte de sus posesiones, le pertenecían a Dios. Aprendieron sobre el tiempo, que una séptima parte era de Dios, en un sentido especial. Dios les enseñó acerca de la honestidad, los votos y el testimonio verdadero y falso. Los hebreos aprendieron sobre las normas de vestir, y los principios del matrimonio y el divorcio. ¿Si el Señor viniera personalmente hoy, y nos diera instrucciones tan detalladas, diríamos: “Está bien, aceptamos esto. ¡Todo lo que has dicho, lo haremos!”? Parece que sería mucho mejor, decir algo como lo hizo Isaías, cuando estuvo en la presencia de Dios: “¡Ay de mí! que soy muerto, porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”. (Isaías 6:5).
¿Todo lo que el Señor ha dicho, lo haremos? ¡Es un pedido demasiado grande! Mirándonos a nosotros mismos, no hay ninguna posibilidad en el mundo, de que podamos cumplir eso. La única forma posible en que podríamos hacerlo, sería si de alguna manera, Dios escribiera Su ley en nuestro propio ser. Estamos en problemas y necesitamos ayuda. Debemos tener un poder que no tenemos.
“Dios los trajo al Sinaí, manifestó Su gloria, les dio su ley, con la promesa de grandes bendiciones a condición de obedecer… la gente no se dio cuenta de la pecaminosidad de su propio corazón, y que sin Cristo, era imposible para ellos guardar la ley de Dios, y entraron fácilmente en un pacto con Dios. Sintiendo que podían establecer su propia justicia, declararon: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos”. (Éxodo 24:7). Habían presenciado la proclamación de la ley con espantosa majestad, y habían temblado de terror ante el monte, y sin embargo, solo habían pasado unas pocas semanas antes…” ¿Qué pasó? Todo lo que el Señor había dicho, no lo hicieron. “…rompieron su pacto con Dios y se postraron para adorar una imagen tallada. No podían esperar el favor de Dios, mediante un pacto que habían roto, y ahora, al ver su pecaminosidad y su necesidad de perdón, fueron llevados a sentir su necesidad del Salvador, revelada en el pacto abrahámico, y reflejada en las ofrendas de sacrificio. Ahora, por fe y amor, estaban unidos a Dios, como su libertador de la esclavitud del pecado. Ahora, estaban preparados para apreciar las bendiciones del nuevo pacto”. (PP 371 y 372)
Los teólogos han debatido el tema. ¿Les dio Dios un Antiguo Pacto que no podían cumplir, para jugar con ellos? ¿Un Dios bueno y bondadoso haría eso?
No estoy seguro de que necesitemos responder esta pregunta. Lo único que podemos precisar, es que cuando decimos: “Todo lo que el Señor ha dicho, lo haremos”, estamos en problemas, y hemos caído en una relación incorrecta con los pactos.
Después de que el Señor habló los Diez Mandamientos, desde el monte Sinaí, Moisés subió a la montaña. Estaba oscuro, con truenos, relámpagos, terremotos, oscuridad. Estuvo fuera por casi seis semanas. La multitud mixta, que intentó viajar a Canaán mientras sus corazones permanecían en Egipto, inició la campaña para regresar. La rebelión se extendió por todo el campamento. Con la ayuda del hermano débil de Moisés, Aarón, la gente pronto bailó alrededor de un becerro de oro.
Aarón había estado de acuerdo con la idea, diciéndose a sí mismo: “La gente realmente no tiene que adorar a este becerro de oro. Simplemente, puede representar al Dios verdadero que los liberó”. Nabucodonosor razonó de la misma manera. “Ustedes tres, dignos de ser hebreos, no tienen que adorar mi imagen. Arrodíllate y haz una oración a tu propio Dios. Eso será suficiente. No arruines la fiesta”. Así ha sido siempre. Lutero habló en contra de la misma excusa. Las personas que se inclinan ante las imágenes, utilizan la misma racionalización hoy. “No estamos adorando las imágenes en sí. Las usamos solo para ayudarnos a visualizar al Dios verdadero”.
Mientras la gente bailaba alrededor del becerro, Moisés regresó. Rompió las tablas de piedra que Dios había cortado. Arrancó el becerro de oro de su posición, lo molió hasta convertirlo en polvo, lo vertió en el agua, e hizo que la gente bebiera a su dios. Luego, se paró en medio de la congregación, y pidió que todos los que estaban del lado del Señor, se reunieran a su derecha. Llegó toda la tribu de Leví, y otros de todas las tribus. Pero algunos, a pesar de todo, aún se quedaron allí y dijeron: “Nos rebelamos”. Moisés le dijo a la gente que se había arrepentido, que tomaran sus espadas, y mataran a tres mil hermanos, vecinos, y compañeros.
Podría preguntarme: “¿Dónde está la misericordia? ¿Por qué no pudieron dejar que los tres mil regresaran a Egipto? Querían volver. ¿Por qué no haberles dado a elegir?” Inmediatamente, yo empiezo a descubrir mi actitud hacia Dios.
Si ya sospecho de Él, entonces la sangrienta historia, me da un lugar para colgar mis dudas. Pero si ya he aprendido a amar y confiar en Dios, y sé que Él es todo sabio, sigo confiando en Él, a pesar del episodio.
Así, con la apostasía en el Sinaí. A menos que se hubiera castigado rápidamente la transgresión, se habrían vuelto a ver los mismos resultados. La tierra se habría vuelto tan corrupta, como en los días de Noé. Si estos transgresores hubieran sido perdonados, habrían seguido males mayores, que los resultantes de perdonar la vida de Caín. Fue la misericordia de Dios que miles sufrieran, para evitar la necesidad de castigar a millones. Para salvar a muchos, debió castigar a unos pocos. Además, como el pueblo había abandonado su lealtad a Dios, había perdido la protección divina, y se lo había privado de su defensa, entonces toda la nación estaba expuesta al poder de sus enemigos. Si el mal no hubiera sido rápidamente eliminado, pronto habrían caído presos de sus numerosos y poderosos enemigos.
“Era necesario por el bien de Israel, y también como una lección para todas las generaciones venideras, que el crimen debiese ser debidamente castigado. Y no fue menos misericordioso para los pecadores mismos, que fueran truncados en su mala conducta. Si se les hubiera salvado la vida, el mismo espíritu que los llevó a rebelarse contra Dios, se habría manifestado en odio y contienda entre ellos, y eventualmente, se habrían destruido unos a otros. Fue por amor al mundo, por amor a Israel, e incluso por los transgresores, que el crimen fue castigado con rápida y terrible severidad”. (PP 325 y 326).
Una parábola habla de un viajero, que quería atravesar la Selva Negra. Para encontrar su camino, necesitaba un guía. En el borde del bosque, se encontró con un ermitaño, que estaba dispuesto a llevarlo al otro lado. Al final del viaje del primer día, llegaron a un claro, y se encontraron con un hombre que los invitó a pasar la noche en su casa. “Estoy tan feliz de que vengan y se regocijen conmigo”, dijo. “Hoy me reconcilié con mi peor enemigo, y para demostrar nuestra reconciliación, me dio esta copa que está en la repisa de la chimenea”.
Cuando el ermitaño y el viajero se marcharon a la mañana siguiente, el ermitaño sacó la taza de la repisa de la chimenea, y se la llevó. El viajero preguntó: “¿Por qué hiciste eso?”
“Solo hago lo que Dios hace”, dijo el otro.
Al final del segundo día, llegaron a otro claro, donde un hombre malvado e inhóspito, les ordenó salir de su propiedad. No tuvo tiempo para ellos. Continuaron su camino, pero cuando se fueron, el ermitaño le entregó la copa del primer hombre. “¿Por qué hiciste eso?”, preguntó el viajero.
“Solo hago lo que Dios hace”, respondió el ermitaño.
Pero al final del viaje, el ermitaño hizo algo que Dios no siempre hace, ya que explicó sus acciones. El enemigo del primer hombre, no se había reconciliado con él. Lo había fingido, y le había dado una taza que tenía veneno. Entonces, el ermitaño se la dio al hombre que necesitaba una taza con veneno. Cuando el viajero escuchó la historia completa, pudo entender.
Si tuviéramos suficiente información, podríamos aceptar un poco mejor la sangre y el tormento del Antiguo Testamento. Todas las razones de Dios, no son evidentes en todos los casos, pero hemos recibido suficiente información, para permitirnos esperar pacientemente para ver más plenamente.
Mientras tanto, tenemos evidencias de misericordia y perdón. Después de la matanza de los tres mil, Moisés volvió a subir al monte, esta vez como intercesor del pueblo.
Un viernes por la tarde, al ponerse el sol, el Dr. Siegfried H. Horn y nuestro grupo, que estaban recorriendo Tierra Santa, se registraron en el Monasterio de Santa Catalina, al pie del Monte Sinaí. Durante nuestro culto al atardecer, en el techo plano afuera, uno de nuestro grupo, un líder de la conferencia de jóvenes de la costa este, dijo: “Nunca podré enfrentar a mi grupo de Conquistadores, si no acampo durante la noche en la cima del Monte Sinaí”. Había contratado a un guía beduino llamado Faraj, y tres de nosotros, decidimos ir con él, a la cima del Sinaí, esa noche. Es un viaje espantoso hasta el Monte Sinaí después del anochecer, especialmente, si te encuentras recordando, ineludiblemente, toda la actividad que ha tenido lugar allí.
Seguimos a Faraj montaña arriba, hasta un lugar no muy lejos de la cima llamado Wadi Musah, que significa “el valle de Moisés”. Esa noche, nos acostamos con un saco de dormir entre nosotros, tratando de mantenernos calientes. Aunque dejamos a Faraj para buscar comida, él tenía un plan mejor que nosotros.
En medio de la noche, nos despertamos y descubrimos que la zarza ardiente había vuelto. Faraj había traído cerillas con él, y para mantenerse caliente, encendía un arbusto y se enroscaba a su alrededor. Cuando ese arbusto se apagase, encendería otro. Cuando el resto del grupo llegó a la mañana siguiente, Wadi Musah estaba en ruinas ennegrecidas.
Desde Wadi Musah, fuimos a la cima de Safsaf, donde trepamos a través de la hendidura de la roca y miramos hacia abajo, hacia el valle en el desierto del Sinaí. Si es o no la misma hendidura donde Moisés se escondió de la gloria de Dios, solo Dios lo sabe.
Pero Moisés, pasó cuarenta días y cuarenta noches en algún lugar de la cima del Sinaí, y allí suplicó a Dios. ¿Cuánto tiempo hemos pasado intercediendo ante Dios, por nuestros seres queridos, nuestros amigos, los miembros de la iglesia, las personas obstinadas? ¿Cuánto tiempo hemos pasado, orando por aquellos que nos aplastarían la cabeza si tuvieran la oportunidad? ¿Cuánto tiempo hemos pasado con personas, cuyos corazones todavía están en Egipto? ¿Hemos orado alguna vez por un día o una noche? Podemos jugar, o viajar, o hablar todo el día, pero ¿Cómo sería orar todo el día? Moisés lo hizo, para las personas que ni siquiera lo amaban a cambio.
Éxodo 32 presenta a Moisés intercediendo ante Dios. Dios había dicho: “Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz: Ahora entonces, déjame que se encienda mi furor contra ellos, y los consuma, y a ti yo te pondré sobre gran gente”. (Éxodo 32:9-10). “Moisés, estoy harto y cansado de esta gente. ¡Voy a empezar de nuevo contigo!”
¿Qué pasaría si Dios le hiciera ese tipo de oferta hoy, a una persona disgustada con la iglesia, porque otros miembros le dieron un mal trato? ¿Nos resultaría fácil decir: “¡Dios, realmente estás pensando! Si empiezas de nuevo conmigo, tendrás algo valioso sobre lo que construir”? ¿Y si Moisés hubiera dicho: “¡Esta banda de salvajes analfabetos! Porque todo en lo que pueden pensar es en ajo, cebollas, ollas y Egipto. Ahora estás en el camino correcto. ¡Empieza de nuevo conmigo!”?
En cambio, Moisés se arrodilló y dijo: “Por favor Dios, perdona a esta gente. Han pecado mucho. Aunque se hayan hecho dioses de oro, perdónalos”. Y continuó implorando a Dios.
La evidencia sugiere, que Dios realmente no tenía la intención de destruirlos en ese momento. Cuando dijo: “Déjame, Moisés”, lo que realmente quiso decir, fue: “Sigue, Moisés. Necesito un intercesor humano. Sigue suplicando”. Y Dios tuvo un buen intercesor en Moisés. “Por favor Señor, perdona a esta gente por su transgresión, y si no… Si no, borra mi nombre del libro que has escrito”.
Los seres humanos han dado su vida física por otros, pero Moisés, estaba dispuesto a cambiar su vida eterna por un pueblo, que aparentemente no tenía futuro. Rogó por un pueblo que se había quejado todo el tiempo, un pueblo que no tenía tiempo para él. Pero Moisés, sabía que su nombre estaba en el libro de la vida, y estaba dispuesto a ponerlo en juego por ellos.
Una persona puede obtener un amor así, en un solo lugar: Donde Moisés lo obtuvo. El mismo hombre que dirigió el castigo de los rebeldes, fue el que intercedió por las personas que se arrepintieron. Un eco anticipado, por favor, del Calvario, donde Jesús dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. (Lucas 23:34). No es de extrañar, que las Escrituras vinculen el nombre de Jesús y el de Moisés, a lo largo de la eternidad.
El movimiento adventista moderno, tuvo su experiencia en el monte Sinaí. Joseph Bates entró en la pequeña ciudad de Battle Creek, y preguntó: “¿Quién es el hombre más honesto de la ciudad?”. Le notificaron que era David Hewitt. Joseph Bates lo encontró, y le dijo a Hewitt que la última noticia era que el séptimo día es sábado. Hewitt era un hombre honesto y aceptó la verdad. La próxima vez que Bates pasó por la ciudad, bautizó a David Hewitt. ¡Y la palabra vuela! “El pueblo adventista ha llegado al monte Sinaí”. Encontramos los mandamientos de Dios, junto con el poder de Dios para guardarlos. La gracia está disponible en el Sinaí, no solo la ley. Dios reveló el evangelio tanto a la generación del Éxodo, como a la gente decepcionada después de 1844.
Pero Dios nunca da su ley, sin el evangelio. Siempre presenta el evangelio, como una solución a cómo cumplir con las demandas de la ley. En el Monte Sinaí, con la gente del Éxodo, y en los tiempos modernos, con el movimiento adventista, el evangelio se desarrolló en una forma ilustrada que la gente podía entender. El santuario describió el evangelio, tanto para los que estaban en el Sinaí, como para los que vivieron después de 1844.
El pueblo adventista, acampó en su monte Sinaí por un tiempo, al igual que el pueblo de Israel, mientras recibían más instrucción. Entonces, Dios les dijo: “Han recorrido esta montaña lo suficiente. Vuélvete hacia el norte”.